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Nota editorial

La legislatura llega a su fin en este año signado por lo electoral. Todos los indicios apuntan a un cambio que quizá termine articulándose en dos fases; las páginas que siguen recensionan una conversación sobre los perfiles sociológicos de esa expectativa.

El Gobierno, fiándolo todo al rendimiento publicitario que coseche de una Presidencia rotatoria europea, degradada –previsiblemente– en pasarela de sus intereses electorales, puede llegar exhausto a los comicios nacionales si sus previsiones pesimistas para mayo se confirman.

Lo que es seguro es que acudirá a la cita definitiva amarrado a unos socios promovidos a copartícipes de su proyecto político. El liderazgo de Sánchez vincula su futuro, sin posible marcha atrás, a su alianza estratégica con populistas, secesionistas y herederos políticos del terrorismo. Los propósitos que tal conglomerado no recata califican al Gobierno de coalición y a la mayoría parlamentaria que lo sostiene: son, antes que aliados, cómplices.

La vulgata sanchista, en postrer pirueta, quiere ahora presentar sus credenciales haciendo pasar por balance riguroso verdaderos ditirambos sobre la “gestión” del Gobierno. Se saca pecho del punto flaco para adelantarse cínicamente a toda crítica, recurso ampliamente explotado por la maquinaria propagandística de Moncloa.

Abundarán en el argumentario “resistente” de los socialistas referencias épicas a guerras, pandemias y volcanes superados “sin dejar a nadie atrás”, pero con el armario atiborrado de cadáveres políticos. Se tratará de hacer olvidar que ese contexto excepcional es precisamente el que consintió un gasto público disparado, con las reglas fiscales europeas entre paréntesis desde 2020. Déficit estructural y deuda escalan cifras inéditas –que pesarán como una losa sobre el futuro del país– porque la excepción decretada en Bruselas ha facilitado la irresponsabilidad financiera habitual de nuestro socialismo, aumentada ahora, con Sánchez, por su adicción patológica a un autobombo ayuno de todo pudor.

La inflación estraga el poder adquisitivo de las clases medias, el maquillaje contable no disimula cifras escandalosas de paro, la irrelevancia española en el exterior empieza a ser ya parte de un paisaje asumido como dato antes que diagnosticado como síntoma; y mientras el horizonte se incendia, la coalición toca la lira: la recta final de su mandato discurre poblada por una algarabía cacofónica de voces en pugna de la que resultan víctimas las mujeres (ahí están las consecuencias de la ‘ley del sí es sí’ para corroborarlo), los empresarios (las injurias y amenazas contra ellos son la única respuesta colegiada de que es capaz este gabinete) y, en general, “la gente de bien”, cuya mención irrita a la izquierda, tal vez por estar más ocupada en promulgar leyes de contenido ideológico e intención urticante que en gobernar para todos.

Sánchez ha demostrado estos años ser incapaz de gobernar sin sectarismo. Abierta la posibilidad cercana de cerrar esta etapa, queda en pie un pasivo que tendrá que administrar y superar quien suceda y desmonte la ‘mayoría Frankenstein’. Es decir, el Partido Popular.

España enfrentará en los años próximos un desafío de enorme magnitud, en prácticamente todos los órdenes. La tarea reconstructiva en los campos económico, institucional, exterior y social va a demandar un esfuerzo muy exigente de quien tenga encomendada la misión de acometerla.

Tendrá que solicitar de los españoles convocados a las urnas un mandato muy explícito. Sólo desde la legitimidad que aporte una mayoría clara y suficiente podrán abordarse las reformas que el país necesita.

Porque es perentorio un gobierno coherente, que no viva empantanado en disensiones intestinas, atento sólo a su propia supervivencia; que acompañe los esfuerzos de la sociedad civil sin abroncarla ni suplantarla; que pueda manejar con solvencia la caducidad inminente del dopaje financiero facilitado desde Bruselas.

Ese Gobierno tendrá que enfrentarse previsiblemente a otro reto, uno que amenaza la integridad constitucional de España. El ‘ibuprofeno’ socialista en Cataluña se ha venido suministrando en dosis industriales, sin reparar en medios, contraindicaciones ni escrúpulos. Se han manoseado códigos fundamentales sin rubor, se ha consentido la impunidad penal, política e histórica de sediciosos convictos y confesos. Era el precio con el que se finiquitaba –se nos dijo– el ‘procés’. Abonada la última mordida, el secesionismo acaba de anunciar la próxima meta volante: el “referéndum pactado” para 2024, con falso barniz de “claridad” canadiense. El ‘procés’ no acaba, muta y entra en una nueva fase.

El futuro Gobierno tendrá también que refutar una idea letalmente corrosiva: la de la ley como impedimento de la convivencia, la ley como enojosa traba que veda la posibilidad de “hacer política”. Para un sistema constitucional eso es tanto como decretar su suicidio. Porque en una democracia liberal la ley es la primera garantía de paz ciudadana.

Enfrentar por un lado la tentación de la anomia y, por otro, la amenaza de la reiteración sediciosa es una posibilidad que exige aprontar recursos intelectuales y morales de mayor cuantía para el inmediato porvenir en el que la mejor brújula volverá a ser, de nuevo, el patriotismo eficaz y una prudente determinación.