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Nota Editorial Cuadernos FAES 84 | Romper el tablero

En el momento de redactarse esta nota, la actualidad política nacional e internacional se encarga de recordarnos que las épocas “interesantes” no suelen ser precisamente tranquilas.

En España, el Tribunal Supremo acaba de rechazar los recursos contra la inaplicación de la amnistía a los delitos de malversación. En su auto denuncia el intento de ahormar una judicatura complaciente con el poder –“jueces de boca muda”– y abstenida en su función de interpretar la ley con arreglo al Derecho.

Desgraciadamente, poca mella hacen en el Gobierno pronunciamientos que deberían moverle a la rectificación. Lo que garantiza su estabilidad no solo incentiva la erosión de cualquier contrapeso institucional o poder independiente; también ahonda la lógica del chantaje alegremente aceptado por Sánchez desde su primera investidura.

El precio de la mordida radical-secesionista va más allá de lo contabilizado en unas cuentas públicas de posibilidad incierta. Los presupuestos para que haya Presupuesto serán, de nuevo, fruto de la puja que, por ahora, ya ha entregado la seguridad ciudadana a Bildu, la soberanía fiscal a ERC y el último pálido resto de vergüenza socialista al prófugo de Waterloo. El apaciguamiento sanchista es una versión degradada del de entreguerras: ya no se trata de comprar la paz a criminales victoriosos y desafiantes, sino de alquilar la prórroga de un poder inefectivo a delincuentes desahuciados.

En el plano exterior, los enemigos de la libertad y de la convivencia basada en reglas están muy atareados fabricando justificaciones a la agresión iraní contra Israel –casi 200 misiles balísticos lanzados sobre Tel Aviv y Jerusalén– y retorciendo sofismas antisemitas en nombre de la paz mundial.

Lo cierto es que la teocracia iraní lleva persiguiendo la destrucción de Israel y de toda presencia occidental en la región desde hace décadas; así como lleva décadas también tratando de materializar su aspiración de ser una potencia nuclear y operando sobre el terreno por persona interpuesta: Hamás en la franja de Gaza, y Hezbolá en Líbano. El pogromo desatado por Hamás el pasado 7 de octubre, y los miles de cohetes lanzados por Hezbolá durante este año desde sus bases en el Líbano evidencian esta concertación entre Irán y sus proxies.

Estos días, en que tantos invocan el Derecho internacional, se recuerda poco, sin embargo, la resolución 1701 de 2006, de Naciones Unidas, estableciendo –en vano– que Hezboláse situara al norte del río Litani para crear una zona desmilitarizada entre la frontera de Israel y el curso de ese río. Por lo visto, para nuestra izquierda biempensante, a Israel –y a sus 60.000 ciudadanos desplazados en la frontera norte– no les cabe sino asistir resignados a su propia aniquilación.

Fenómenos de apariencia muy diversa dan cuenta, sin embargo, de una realidad subyacente, común a todos ellos. Estamos viviendo una crisis de normatividad, una crisis de la noción de límite, que en el interior de las democracias supone crisis del respeto a las reglas que la hacen posible porque, en cierta medida, la democracia ‘consiste’, no es otra cosa que esas mismas reglas. Una crisis que, por otro lado, en el plano internacional, supone el desafío a la idea misma de un “orden del mundo” para ser sustituida por la disputa por el predominio global, es decir, por la “hegemonía”.

En Europa, y no solo en Europa, durante los últimos años, hemos asistido al ascenso de formaciones y personajes políticos que cuestionan abiertamente el orden liberal construido en la última posguerra mundial, que algunos, tras la caída del Muro, consideraron posthistórico, definitivo.

Ese cuestionamiento devuelve urgencia a las preguntas sobre la definición de la democracia liberal. Raymond Aron definía la democracia liberal institucionalmente antes que metafísicamente; la democracia liberal es un sistema de competencia pacífica por el poder. Un sistema, dice Aron, “constitucional-pluralista”, es decir, en el que la competencia parte del respeto al adversario y a unas reglas del juego previamente convenidas a las que todos los jugadores se someten.

No quiere decirse que la democracia liberal sea un sistema meramente procedimental, absolutamente ayuno de valores. Los tiene en sus fundamentos, y viven en una cierta tensión. Democracia es predominio del principio mayoritario, pero nunca irrestricto, sino compensado por el respeto a las minorías y por la apertura misma del sistema, esto es, por la posibilidad permanente de la alternancia.

También la libertad y la igualdad viven en tensión. O los valores de apertura y la cohesión social. O, en la era de la globalización, lo universal y lo particular. Durante muchos años, esas tensiones se resolvían mediante la alternancia de propuestas que no iban más allá de un determinado punto. Pero la fragmentación de los sistemas de partidos producida por doquier ha exacerbado las líneas de fractura y polarizado las posiciones.

El funcionamiento de la democracia liberal implica la aceptación de la discrepancia; el pluralismo o es polémico o es una farsa. Pero eso no significa que la democracia deba quedar inerme frente a sus enemigos con tal de que se cumplan una serie de ritos procesales. Ni que por ser pluralista sea un régimen radicalmente ‘agnóstico’ respecto a su propia validez.

También el compromiso, valor fundamental del sistema, necesita de un equilibrio, porque puede desvirtuarse por exceso o por defecto. Por exceso: cuando los demócratas pactan con los enemigos de la democracia –grave error, porque olvidan que para estos últimos esos acuerdos siempre serán provisionales– esa actitud, llevada demasiado lejos, alimenta el tigre que dice querer cazar. Por defecto: es el caso de todos los que, aceptando nominalmente la democracia liberal, en realidad la subordinan al cumplimiento de un programa escatológico, a una promesa de redención total que justifica cualquier sacrificio, también el del régimen político que obliga a convivir con quienes discrepan de su visión del mundo.

Una defensa ponderada de la democracia liberal pasa por no desconocer las críticas razonables a su funcionamiento cuando esos fallos comprometen su continuidad. Porque sus enemigos muchas veces actúan socavando sus fundamentos lenta y subrepticiamente. Son muchos los regímenes autoritarios que han usado la democracia para subvertirla. Si en la base de cualquier democracia liberal está la idea de un consenso para que convivan personas que piensan distinto, sus enemigos tratan siempre de sustituirlo por una Verdad con mayúscula de su particular devoción. Adoptan el principio de la mayoría y lo tergiversan, sugiriendo la atractiva idea de que la mayoría siempre tiene razón y, por tanto, puede hacer lo que quiera, incluso abatir el propio principio de la mayoría.

La democracia liberal es frágil: depende de equilibrios delicados y necesita la existencia de un cierto espíritu cívico que promueva el aprecio, entre la gente, de valores como la libertad, cuando se atraviesan circunstancias en que no parecen obvias las ventajas de la convivencia democrática. También necesita instituciones sólidas, un Estado de derecho respetado, garantía de libertades personales y un ambiente general en el que la moderación prevalezca sobre la exaltación.

Hoy es necesario recordar que en democracia, el juego político necesita jugadores comprometidos con las reglas que lo hacen posible, que no rompan el tablero; y que, en la convivencia mundial entre naciones y civilizaciones, la violación del Derecho no puede quedar impune sino a costa de asumir el riesgo de la escalada peor: la que culminase con la hegemonía de las potencias que desafían a la democracia y, en último término, a la civilización occidental en todo el mundo.

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En este número publicamos una entrevista de Alberto Garín al historiador Tomás Pérez Vejo sobre la construcción de la identidad nacional mexicana, de notoria actualidad; Alberto Priego relata la crónica de los sucesos del 7-O, el mayor pogromo tras el Holocausto; Beth Erin Jones analiza las concomitancias entre los proyectos populistas de Trump y Orban; Miguel Ángel Melián se ocupa de la relevancia que debe tener su Flanco Sur para la OTAN; Eduardo Inclán comenta las claves de la formación del nuevo Gobierno francés; Mateo Rosales reflexiona sobre Iberoamérica en el contexto geopolítico de hoy; Isabel Cepeda aporta un testimonio rigurosamente documentado sobre la trágica realidad de la mutilación genital femenina en el mundo actual; Miquel Porta disecciona el componente utópico en ciertos diseños de agenda global y José María Marco reseña en profundidad la última biografía intelectual publicada por FAES sobre Menéndez Pidal como exponente del liberalismo unitario español.

En este número dedicamos nuestro Cuaderno de Cultura a Jean-François Revel en el centenario de su nacimiento y, como siempre, completamos la edición con la reseña de algunos de los títulos más representativos lanzados recientemente al mercado editorial y conectados con los intereses y el pensamiento de la fundación.