“¡No me digas Pedro que no hay dinero para hacer política!”. Así cuenta Pedro Solbes la recriminación de José Luis Rodríguez Zapatero ante las reservas del entonces ministro de Economía hacia los bonos, cheques y demás generosidades con cargo al presupuesto público con los que Zapatero decidió engrasar su estrategia electoralista. Un par de años después, el triunfalismo, la despreocupación por el gasto y los irrefrenables impulsos populistas pasaron al cobro del Gobierno socialista una costosa factura política que su presidente tuvo que empezar a pagar en la histórica sesión de mayo de 2010, en la que España se despertó a la realidad de una crisis económica abismal que la propaganda gubernamental había ocultado. Por eso, los anuncios de Pedro Sánchez sobre bonos y cheques –de coste cierto, pero de eficacia dudosa también para sus teóricos beneficiarios–, sobre presupuestos espectacularmente expansivos –en un país con una deuda publica que se sitúa en el 120% de su PIB– y sobre previsiones eufóricas de recaudación fiscal –a pesar de que la recuperación se aleja de los niveles prepandemia–, suenan a un “dejà vu” inquietante, más allá del recurso a los fondos europeos.
Sería muy aconsejable algo más de realismo, algo más de prudencia, algo más de responsabilidad al definir el futuro económico inmediato de nuestro país cuando no parece que la crisis energética vaya a amainar en el corto plazo, y cuando la retirada de los estímulos está planteada ya abiertamente y el incremento de la inflación –en contra de la visión despreocupada que se nos ha venido ofreciendo– parece que tiene elementos estructurales, como ha advertido el vicepresidente del Banco Central Europeo, Luis de Guindos.
Lo que no son previsiones sino una realidad contrastada es el desastre institucional al que la coalición Frankenstein ha llevado a España con la excusa de las medidas excepcionales requeridas por la pandemia. En un reciente análisis en la página web de FAES, el diputado del PP Gabriel Elorriaga hablaba de “Parlamento cercenado” después de que el Tribunal Constitucional declarara inconstitucional el “cerrojazo” de las Cortes impuesto por la mayoría gubernamental, de nuevo con la pandemia como justificación. Un fallo que se unía a la inconstitucionalidad de la suspensión de derechos durante la pandemia con la insuficiente habilitación de la declaración del estado de alarma, y que expresa una actitud constante de desprecio hacia las instituciones y del ordenamiento en el recurso abusivo al decreto-ley, la ausencia de rigor institucional en las presidencias de las Cámaras y el inadmisible escamoteo por parte del Gobierno de sus deberes hacia el control parlamentario, entre otros; sin olvidar los groseros intentos de ocupación y sustitución de las instituciones y poderes del Estado, tomando como ejemplos cualificados la indigerible reforma del sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial –que PSOE y Podemos intentaron perpetrar para acabar con la independencia del Consejo– y la propia mesa de negociación política con el independentismo catalán, no solo extraparlamentaria sino, cuando menos, extraconstitucional.
La burbuja gubernamental llena de autocomplacencia y alimentada de eslóganes tiene poco que ver con la realidad a la que diariamente se enfrentan millones de españoles. Una realidad que requiere con apremio solvencia política, impulso reformador, fortalecimiento institucional, capacidad gestora y una opción decidida por el crecimiento y el empleo a partir de nuestras capacidades como país y como economía. Los fondos europeos son una red de seguridad y una plataforma de impulso para la recuperación y la modernización de la economía, no un paraíso gratuito en el que podamos quedarnos a vivir indefinidamente.
En esta situación es donde adquiere toda su importancia la construcción de una alternativa que no solo es la oferta a los españoles de un cambio de gobierno. Esa alternativa debe constituir, antes que nada, un acto de confianza y una apelación esperanzada a nuestro futuro, que hoy está comprometido por la peor versión de la izquierda. Ante la creciente inseguridad jurídica y las dudas fundadas sobre el alcance de la recuperación, la alianza sin escrúpulos de los socialistas con el independentismo (en otro tiempo en el PSOE hablaban de “los que quieren romper España”), el indigno blanqueo de los legitimadores del terrorismo etarra que Bildu sigue sin condenar y el impulso desvergonzado a la impunidad de los sediciosos –incluidos Puigdemont y los otros fugados para los que, según informa Zapatero, “hay alguien pensando en una solución”– sitúan a nuestro país en una situación que, sin el apuntalamiento europeo, sería crítica.
El Partido Popular ha hecho visible en su Convención –brillantemente clausurada en Valencia– la recuperación de ese papel central en la construcción de la alternativa al Partido Socialista y su elenco de comunistas, populistas, antisistemas y sediciosos convictos. En este nuevo periodo que el propio PP quiere iniciar, se necesita una combinación adecuada de oposición y propuesta, de afirmación de lo que el Gobierno está haciendo mal tanto como de oferta de lo que el PP puede hacer bien, y no solo como ese partido al que se recurre como brigada de emergencia para arreglar los destrozos económicos que los socialistas indefectiblemente dejan cuando gobiernan, sino como una fuerza política con un proyecto modernizador para España: un proyecto de cohesión nacional y social, de libertad y oportunidades. Esa apelación esperanzada al futuro posible y necesario de los españoles es el compromiso y la responsabilidad que ha adquirido el PP para dejar atrás democráticamente este periodo de gobierno socialista que dentro de no mucho tiempo se contemplará con asombro e incredulidad.