Madrid, 10.04.2024.- El ministro de la Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes ha sido reprobado por el Senado. La Cámara Alta ha reaccionado ante el ninguneo del ministro Félix Bolaños, quien, en unas recientes declaraciones a la cadena de radio Onda Cero, repitió aquello de que “la soberanía nacional reside en el Congreso”. Se trataba, claro está, de hacer inapelable constitucionalmente ese artificioso constructo que es la ley de amnistía, a costa –eso también está claro– de la mentira o de la exhibición indecorosa de ignorancia. Que el responsable de las carteras con mayor contenido jurídico incurra en esa ordinaria tergiversación de la Constitución es revelador, pero encaja con la persistente incompetencia que el Gobierno ha desplegado a la hora de elaborar legislaciones de proyección presuntamente histórica.
Artículo 1.2 de la Constitución: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado”. Artículo 66.1: “Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado”. No es tan difícil de retener. El soberano es el pueblo español en su conjunto, el único titular de la soberanía. Las Cortes son un poder constituido. Si el Congreso fuera el depositario de la soberanía no sería necesario ningún procedimiento especial de reforma constitucional. En nuestro entorno, sólo el sistema británico es un sistema de soberanía parlamentaria, pero no somos el Reino Unido.
En el deslizamiento acelerado de los socialistas hacia el populismo, atribuir al Congreso el poder soberano tiene la lógica propia de los que consideran que las instituciones, los frenos y contrapesos, los límites que caracterizan a las democracias liberales, son simples obstáculos que cualquier mayoría puede superar. Si el Congreso es soberano, la mayoría que se impone en la cámara es la que ejerce esa soberanía. La mayoría –incluso una mayoría tan volátil, precaria y deletérea como la que a duras penas mantiene el PSOE– es la que reclama en nombre de la democracia un poder omnímodo e inatacable. Sobre todo, cuando hay que imponer a golpe de un turbio pacto de impunidad por votos una amnistía que cuanto más en detalle se analiza más deja al descubierto su grosera falta de escrúpulos jurídicos y políticos.
La proposición de ley de amnistía hace agua por todas partes, tanto en su configuración jurídica como en sus objetivos políticos. De nuevo, el Gobierno ha tenido que echar mano de la mentira y la distorsión, también por boca del ministro Bolaños, para hacer creer que el dictamen de la Comisión de Venecia avalaba la proposición de ley cuando, en realidad, deja expuestas las brechas inasumibles en términos de Estado de derecho de una iniciativa viciada en su origen por ser el resultado de la conveniencia partidista, en absoluto del interés general.
La delimitación temporal de la amnistía –alargada para intentar que se beneficien de ella porque sí todos los delincuentes que invoquen la independencia de Cataluña–, la conexión real de las conductas que se amnistían con la consulta ilegal, y la inclusión de los delitos de terrorismo y malversación han sido seriamente cuestionadas por la Comisión de Venecia, que deja claro, además, que el levantamiento de las medidas cautelares y de las órdenes de detención no se puede producir como un efecto inmediato e indiscriminado de la entrada en vigor de la ley, sino que corresponde a los jueces y tribunales competentes decidir sobre este particular para cada uno de los que puedan resultar beneficiados por la amnistía. Por otra parte, ya no hay duda de que la presentación de una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea tendrá el efecto suspensivo que el Gobierno y sus socios han querido evitar a toda costa para reducir el papel de los jueces a meros gestores administrativos de la amnistía.
La amnistía, esta amnistía concreta, en los términos en los que se ha planteado, por los motivos que la han generado, atenta contra los valores del Estado de derecho, al margen de su encaje más que dudoso en el marco constitucional nacional. No hay por qué dar por perdida la batalla para afirmar aquellos valores sin los cuales la democracia se desliza hacia lo iliberal por obra de una mayoría parlamentaria que se considera soberana. Cada día hay más razones para persistir en este empeño.