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Nota Editorial | Hay salida

Siete años de sanchismo son bastantes para una experiencia y para discernir la posibilidad y la esperanza de una rectificación. Queda sobradamente acreditada la impotencia del Gobierno para la honestidad. Más allá de las sospechas e imputaciones que le cercan, y con independencia del saldo procesal que arrojen en su día, ciñendo nuestro juicio a su obra política, puede afirmarse que la incapacidad para honrar su palabra define un estilo abonado sin remedio a la mentira.

La supervivencia propia es, desde hace tiempo, el único programa del Ejecutivo de coalición. La retórica polarizadora y unas cifras macro dopadas por el gasto público y el endeudamiento adoban el discurso de una izquierda para la que el “progresismo” es una realidad puramente performativa. Así, es progresista quien dice serlo; quien pinta el cuadro de una España multicolor sin retratar ese 20% de la población que vive por debajo del umbral de la pobreza. Más de doce millones de españoles cuya renta no alcanza los diez mil euros anuales por unidad de consumo.

En esta España calificada como “laboratorio de progreso” en el último Congreso socialista, el PSOE discute las siglas de la diversidad sexual, pero silencia las cifras de la pobreza infantil: un vergonzoso 30% que no merece ni el esbozo de una política pública. Más gasto, más deuda y más impuestos son la única respuesta de un Gobierno para quien la igualdad entre españoles solo es retórica manida.

España en su laberinto

Los socialistas han metido al país en un auténtico lío. Empeñados en gobernar tras ser derrotados en las elecciones de 2023, son los artífices de una legislatura signada por la parálisis legislativa y presupuestaria. No podía ser de otro modo, cuando se vincula la estabilidad política al fuego cruzado de compromisos de investidura más o menos clandestinos que regalan una posición dirimente a minorías hostiles a la nación y, por lo mismo, incapaces de concebir una idea mínima de bien común español.

Los indicios de corrupción y la fragilidad inane –salpicada de episodios vergonzosos– de nuestra política exterior se suman a lo expuesto para que cualquiera advierta el tono crepuscular de una etapa política que, recién estrenado 2025, hace del nuevo año lo más parecido a un “cabo de año” del sanchismo gobernante.

La desafección ciudadana, la degeneración institucional, la polarización inducida deben ser atajadas. Se debe hacer visible el neto perfil de una alternativa a tanto destrozo. Solo la situación del fiscal general ya debiera bastar para recordarnos que el Estado debe ser un poder público respetable.

Y que cuando no lo es, las consecuencias son inasumibles y se pagan colectivamente. Desde el Estado no se debe agredir ni favorecer metódicamente a ningún grupo, y menos a ningún individuo; en la medida en que haga esto el gobernante denigra al Estado, y se denigra a sí mismo. Usar la Fiscalía para atacar a rivales políticos, acampar en los ministerios para obtener provecho personal, son límites infranqueables cuya violación, antes o después, trae consecuencias.

Con este panorama, la necesidad de convocar al cuerpo electoral estaría más que justificada. Sin embargo, esa constatación, en la España de Sánchez, no es ningún vaticinio. Aquí, el principio de incertidumbre es el único que va quedando indemne. Esta legislatura, sostenida en una mayoría parlamentaria aberrante, era inviable desde su alumbramiento. Pero alguien que concibe gobernar como “durar” o “resistir” no necesita más programa y horizonte que una sucesión de prórrogas obtenidas a costa del capital político y financiero de la nación, convertida en mercancía intercambiable.

Ese depósito ha ido mermándose hasta niveles críticos. El Gobierno ya no oculta el uso instrumental de instituciones clave, con desprecio de su autonomía orgánica: es el caso de la Fiscalía. Tampoco tiene empacho en denunciar una suerte de “complot judicial”, haciendo suyo el marco conceptual populista que acuñó el término lawfare. Y además practica un populismo de cosecha propia cuando habla de “máquina del fango” para amenazar al periodismo crítico. En suma, el bruxismo sanchista está dándole al Gobierno el rictus estudiado por Gideon Rachman en La era de los líderes autoritarios.

Toda esta dinámica, en el fondo, viene a concretar una predicción formulada por quien hace años fue ministro de Justicia en el primer gabinete de Sánchez. Contestando una pregunta en el Congreso, el ministro Campo –hoy magistrado del Tribunal Constitucional– afirmó que nos encontrábamos en una “crisis constituyente”. Una crisis constituyente es una crisis política que afecta a la vigencia y continuidad de la Constitución y sus elementos esenciales. Y lo cierto es que la confluencia del nacionalismo y la izquierda es una confluencia destructiva, porque su eventual programa de gobierno –el auténtico, no el declarado– solo puede consistir en materializar esa crisis.

Hace tiempo que resulta evidente la intención de deconstruir el sistema constitucional alumbrado en 1978, minando su legitimidad y recuperando el discurso de la ruptura para caracterizar la democracia española como algo incompleto, si no fraudulento: una continuación del franquismo con otra fachada.

Una tesis de circulación casi clandestina durante la Transición se ha abierto paso hasta el Consejo de Ministros, desde donde también se oyen discursos antisistema contra la Corona y el Poder Judicial. Discursos que no se quedan en palabras: se han escrito con fuerza legal desprotegiendo penalmente la Constitución, al derogarse la sedición y promulgarse una amnistía para los golpistas de 2017. No es ninguna hipérbole. Si alzarse desde el poder autonómico contra la Constitución, el Estatuto, las sentencias de los tribunales y el reglamento parlamentario no merece reproche penal y ni siquiera es delito, será porque no existe ya bien jurídico que proteger: en la operación de la amnistía, el orden constitucional da conjunto vacío.

Y ahora, la impotencia política del Gobierno trata de camuflarse anunciando para el año entrante un programa de festejos que celebre los “cincuenta años sin Franco”. Todo vale para seguir explotando la Guerra Civil como munición que ahorme el sumatorio de negaciones aupado al poder.

¿Laberinto sin salida?

Este inmenso lío en que se ha metido al país solo podía anudarse excluyendo por principio al Partido Popular. El precio de esa exclusión siempre será alto. Porque sin el PP el resto es nacionalismo. Y eso obliga no solo a hacer concesiones a un nacionalismo ya francamente rupturista, sino a asumir como propias sus pretensiones. La alternativa al PP nunca fue, simplemente, un rosario de cesiones inconfesables; era y es un programa ejecutado con arreglo a un calendario inexorable y sostenido mediante la exclusión permanente de media España.

¿Cómo podría significar tal cosa algún progreso? Lo que se llama “mayoría progresista” es un pacto fáustico que viene renovándose desde el Tinell: el PSOE vende su alma nacional a cambio de poder; y los nacionalistas compran la posibilidad de una transformación radical que vacíe la Constitución.

Mientras ese programa se consuma, se va recorriendo un camino de deterioro institucional galopante. España en 2025 viene de un ciclo político en que la Administración ha visto comprometida su neutralidad institucional, las empresas públicas han sido colonizadas por personalidades afectas y los órganos constitucionales han estado en la diana del apetito gubernamental.

Ninguno de los callejones sin salida en los que se ha metido al país estaba anunciado ni previsto en el mapa de los compromisos electorales de los socialistas. Los ciudadanos no convalidaron en 2023 los excesos del Ejecutivo anterior: eligieron como primera preferencia al PP, que denunciaba esos excesos. Y, a distancia, votaron a un PSOE que no llevó en su programa electoral –ni mencionó en campaña– una sola de las cuestiones que han acabado copando su agenda: amnistía, excarcelaciones anticipadas de presos etarras, concierto económico catalán…

El hilo de Ariadna

Frente a todo ello, lo que el país reclama con urgencia es dar continuidad y proyectar en el futuro el mejor logro de los españoles; fortalecer lo que nos une en la pluralidad para fortalecer España como proyecto nacional de éxito. Tarea que incumbe, protagónicamente, al Partido Popular: la exclusión que urdió el laberinto en que deambula la política española es precisamente lo que hace del PP el hilo de Ariadna para encontrar una salida.

Por eso, con independencia de cualquier cábala sobre un eventual adelanto electoral, el PP hace bien en ir desgranando los capítulos de un programa de gobierno que dé esperanza a una nueva mayoría. Postulándose como única alternativa viable a este Gobierno. Alternativa de gobierno, no alternativa de sistema. El PP sabe que la democracia española, que tiene su origen en la Transición, queda fuera del juego electoral. Porque, como recordábamos en nuestro número anterior, es lo que hace posible ese juego. Y por eso decimos también que los que cuestionan el pacto del 78 o piden procesos constituyentes no significan una alternativa, sino la cancelación de toda alternativa.

Los ciudadanos pueden estar tranquilos cuando lo que cambian unas elecciones es su gobierno. Pero tendrían razones para intranquilizarse si unos aventureros creyeran que cambiar un gobierno es lo mismo que cambiar un régimen. Los españoles deben poder confiar en que hay un terreno común que hace que la discrepancia política no se convierta en confrontación total.

Es urgente hacer reconocible un proyecto nacional. Su carencia es, precisamente, la mayor amenaza que afrontan el Estado y la Nación. El Partido Popular, como partido más votado, acierta al asumir la defensa del interés general de todos los españoles. El programa que vaya presentando para suscitar su adhesión ha de elaborarse sobre los valores fundamentales que comparten y reclaman: la unidad, la soberanía nacional, la igualdad, el respeto riguroso por los principios de la democracia y sus derechos y libertades, la defensa de la legalidad… Es decir, todo aquello que forja el consenso básico de la sociedad española, la base sobre la que se asienta nuestra convivencia.

El PP es el partido que mejor puede hacerlo porque fue el partido vencedor de las últimas elecciones, el preferido por la mayoría de los españoles y en la gran mayoría de provincias y Comunidades Autónomas. El que mejor representa el valor de la moderación política, rectamente entendida. Porque en esto no caben “performatividades”. Ser moderado no es simplemente reclamarse como tal. Raymond Aron daba una pista para identificar posiciones moderadas; escribía: “Es necesario –y esencial– que los dirigentes, los líderes del juego, acepten las reglas, lo cual depende de múltiples variables, entre las que la más importante es el prestigio que otorgan a dichas reglas”. La Constitución, la regla de reglas, es una buena piedra de toque para medir la autenticidad de cualquier temperamento político moderado.

En ese sentido, a derecha y a izquierda del PP, dentro y fuera de la órbita de adhesión a los valores constitucionales, hay formaciones que albergan expectativas de reforma parcial, reforma total o de voladura más o menos controlada; para todas ellas, la Constitución es un menú a la carta y, para algunas, un aperitivo. Solo el PP expresa y sostiene una adhesión íntegra al texto constitucional, a la Constitución entera. Porque defiende simultáneamente los tres principios que identifican y hacen reconocible el núcleo de la Constitución Española. Defiende con énfasis igual el principio de unidad, el de autonomía y el de solidaridad.

Por lo demás, el Partido Popular no solo defiende la vigencia normativa de la Constitución en su integridad, eso sería una exigencia mínima: las constituciones se respetan o se reforman: aquí no hay claroscuro que no sea fraudulento. El PP, más allá de este elemental deber de lealtad, se adhiere a la Constitución en bloque. Eso hace que las maniobras que buscan su exclusión alejen el sistema de partidos del centro de gravedad constitucional que es su punto de equilibrio.

A estas alturas, y en un año de preparación para próximas convocatorias territoriales, nadie puede cuestionar la adhesión del PP al modelo autonómico. Contribuyó a su implantación, lo desarrolló desde el poder y hoy lo gobierna en una mayoría de Comunidades. Es un partido autonómico, por implantación; pero también es un partido autonomista, por convicción.

La misma convicción con que defiende su idea de España, que es, ni más ni menos, la constitucional. España es plural; se formó a partir de sucesivas incorporaciones que conformaron su ser nacional sin perder sus peculiaridades originarias. No hay necesidad de un nacionalismo español opuesto a los diversos nacionalismos periféricos, porque España no necesita ‘construirse’ como nación: ya lo es. Lo que debe defenderse, como acierto histórico, es la solución constitucional al problema unidad/diversidad: Nación unitaria de raíz plural y Estado autonómico.

El ciclo de las reivindicaciones soberanistas no puede mantenerse abierto a perpetuidad. España no puede depender de quienes construyen identidades sobre heridas: quienes hacen eso están condenados a mantenerlas siempre abiertas. En este sentido, la Sentencia del TC de 2010 sobre el Estatuto de Cataluña traza los límites más allá de los cuales ya no puede hablarse de Estado Autonómico. Traspasarlos es cruzar una línea que aboca al fracaso y la ruptura. Hacerlo de tapadillo sería intentar estafar la ciudadanía de todos los españoles. Es pertinente recordar esto cuando la exigencia de una “financiación singular” para Cataluña es objeto del tira y afloja presupuestario que se negocia, de nuevo, fuera del territorio nacional.

La Constitución es un edificio que nos alberga a todos. Como todo edificio, sus paredes y tabiquería interior lo configuran haciéndole ser lo que es. Puede reformarse, pero reformar una casa no es lo mismo que cambiar de domicilio después de vandalizarlo.

Quiere decirse que la Constitución tiene límites materiales infranqueables si se quiere permanecer dentro del modelo autonómico. Los que afirman su ilimitada plasticidad lo hacen pensando en su liquidación para dar lugar a otra cosa: a la autodeterminación, a un Estado confederal o, directamente, a la ruptura. En la tarea de seguir el hilo que nos conduzca a la salida del laberinto, esta fundación quiere aportar todo lo que esté en su mano. Desde nuestro compromiso político con España, la Constitución, la libertad y los valores del centro-derecha, la reflexión sobre el momento político español, el complicado contexto geopolítico en que se enmarca, y la definición de una alternativa tienen para nosotros el ascendiente de un deber que es también una vocación. Al servicio de todo ello editamos este número en que el lector encontrará –así lo esperamos– referencias suficientes que le ayuden a no perder de vista las soluciones posibles. Para no perder ‘el hilo’.