El pasado 21 de enero en Ginebra, el secretario de Estado de EE. UU., Anthony Blinken, y el ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, Serguéi Lavrov, declararon que ambos gobiernos optan por el diálogo para frenar la escalada de las tensiones creada por la presencia de 100.000 soldados rusos en la frontera con Ucrania y el temor de una inminente invasión rusa al país vecino. EE. UU. se ha comprometido a responder por escrito al Kremlin sobre su exigencia de recibir las “garantías de seguridad”[1] respecto a la OTAN. El comportamiento de Moscú, que no es nuevo ni inesperado, representa la continuidad de una estrategia que se remonta al zarismo, así como la ambición de revertir el resultado de la Guerra Fría, que concluyó con la caída del Muro de Berlín en 1989. Lo que cabe preguntarse es por qué el Kremlin ha elegido este momento para coaccionar a Ucrania, a la Unión Europea, a EE. UU. y a la OTAN.
Nadie resumió mejor que Catalina la Grande (1729-1796) la política exterior del Imperio Ruso cuando afirmó que “la única manera de defender mis fronteras es expandiéndolas”. La expansión ha sido la principal estrategia del imperio ruso zarista y la del imperio soviético comunista, porque, toda vez que Rusia carece de fronteras naturales, se obsesiona en crear zonas “neutrales” entre su territorio y el del enemigo potencial. A esta estrategia imperialista, que actualmente se traduce en mantener “zonas de interés privilegiado” que el Kremlin denomina “garantías de seguridad”, hay que añadir el revisionismo de Moscú y su objetivo de recuperar el estatus de gran potencia. Para alcanzarlo, la invasión de Ucrania sería solo uno de los instrumentos del arsenal disuasorio del que dispone y usa el Kremlin, y que comprende desde las campañas de desinformación y los ciberataques hasta el chantaje económico, la captura de élites políticas para su causa, la financiación de partidos antieuropeos en los países miembros de la UE, el apoyo político, económico y militar a sus proxies (rebeldes prorrusos en Donbas); la guerra convencional (Georgia 2008) y la anexión de territorios de otros Estados (como en el caso de Crimea). Moscú ha negado que tenga la intención de invadir a Ucrania, pero ha amenazado con una represalia “técnico-militar”.
La intención rusa de revertir su derrota en la Guerra Fría deriva de dos fuentes: la tesis de que los soviéticos no la perdieron, sino que terminó con una serie de acuerdos militares entre la URSS y EE. UU., y la de que la verdadera guerra no terminará hasta el triunfo definitivo de Rusia sobre Occidente. Por mucho que Vladimir Putin parezca no tener una ideología clara, él mismo es un producto de un comunismo que ha mantenido la idea marxista de que la guerra no termina con acuerdos formales, sino con el triunfo de la revolución y la instauración universal de una sociedad sin clases.
La coacción rusa a Occidente se sustenta en varios pretextos de política doméstica y exterior, pero es también un síntoma tanto de la debilidad de Rusia como de la correlativa vulnerabilidad de Occidente. Desde el comienzo de la ampliación de la OTAN, Moscú ha expresado su descontento, y a partir de 2008, en la guerra de Georgia, ha usado la fuerza militar para bloquearla en el espacio postsoviético. Pero Rusia sigue perdiendo influencia en dicho espacio, y especialmente en Ucrania. A pesar de que el revisionismo ruso está fortaleciendo la relación transatlántica, es evidente que la falta de una estrategia y de una visión común sobre cómo debería afrontarse el desafío estratégico que representa Rusia, así como la dependencia energética europea de los hidrocarburos rusos son los principales factores de la vulnerabilidad europea con los que cuenta el Kremlin para alcanzar sus objetivos. El debate sobre Ucrania ha puesto sobre la mesa otra cuestión, la de la defensa europea, y ha demostrado que la llamada “autonomía estratégica europea” solo es posible dentro del paraguas de la OTAN y la relación transatlántica.
Tanto EE. UU. como la OTAN han afirmado que no irán a una guerra por Ucrania, pero que harán todo lo posible para conservar su soberanía e integridad territorial. La probabilidad de una nueva Guerra Fría es alta porque las posturas por ahora son irreconciliables, aunque todavía haya margen para una solución diplomática. Si fracasan las negociaciones, las medidas “técnico-militares” con las que amenaza el Kremlin no se concretarán necesariamente en la invasión de Ucrania, sino acaso con la desestabilización de Occidente mediante otros instrumentos de guerra híbrida, así como con el despliegue de misiles nucleares en Bielorrusia o Kaliningrado u otras regiones del mundo (quizás en la propia América Latina).
Occidente no puede permitir que Rusia cambie el orden internacional asentado tras el final de la Guerra Fría, porque sería final del Occidente. La presente crisis podría ser su última oportunidad para desmontar la estrategia de Moscú.
[1] https://fundacionfaes.org/rusia-quiere-cambiar-la-estructura-del-orden-de-seguridad-europeo/