La acción de política económica frente a un choque exógeno intenso como el COVID-19 ha de desplegarse sobre el mantenimiento de su carácter temporal, evitando que sus efectos arraiguen en la capacidad productiva del sistema dañándolo estructuralmente y generando con ello consecuencias de largo plazo sobre la producción y el empleo. Son tres las sucesivas líneas de defensa sobre las que ha de desplegarse dicha acción.
En primer lugar, se ha de actuar sobre el mantenimiento del empleo, la capacidad productiva y la integridad del tejido industrial. Muchos gobiernos han adoptado ya medidas fiscales, laborales y regulatorias de amplio alcance persiguiendo con ello dos objetivos. El mantenimiento en primer lugar de la capacidad del sistema productivo y del empleo –todo el mundo podrá volver a su puesto de trabajo el día después– y la captura de proporciones amplias de demanda embalsada que, una vez superada la crisis sanitaria, deberían de permitir la recuperación a medio plazo de una parte importante del PIB y de la recaudación fiscal.
Sobre esto último, se estima entre un 50-75% la demanda recuperable en los trimestres posteriores a la normalización. Los tiempos de ambos conjuntos de medidas han de acompasarse priorizando la preservación de la capacidad productiva, dado que las medidas de demanda no serán plenamente efectivas hasta que no finalice la fase de confinamiento que impide a los hogares y a las empresas realizar sus objetivos de consumo e inversión en condiciones normales. No se va a evitar, no obstante, que los datos intertrimestrales 2019-20 muestren una contracción aguda y sin precedentes de los PIB regionales, que se estima en un -13% en China, un -5% en Europa y un -12% en España. La temporalidad de la crisis sanitaria debería no obstante permitir una recuperación de las lecturas a partir del tercer trimestre del año. En este sentido, la OCDE estima una caída del 2% promedio del PIB por cada mes de confinamiento. Pero la profundidad de la contracción puede ser superable y el daño reversible si el episodio mantiene su carácter temporal, no superándose los dos trimestres de inactividad.
La segunda línea de defensa ha de garantizar la integridad del sistema financiero y bancario, evitando que el choque temporal cronifique dando lugar a una concatenación de crisis –macroeconómica, bancaria, deuda soberana, Euro– como las que vivimos a partir de 2009. A diferencia de entonces, el sector bancario se encuentra actualmente en una posición superior de liquidez y solvencia que hay que mantener, impidiendo el arraigo de los efectos de la crisis sanitaria en el circuito crediticio, cronificando la segura recesión de los próximos trimestres en una disfuncionalidad inherente al sistema con consecuencias de largo plazo. Las lecciones de la anterior crisis y de la recesión posterior han servido para que los bancos centrales reaccionen de forma rápida y contundente, apoyados además por el margen que les permite la ausencia de expectativas de inflación. La Reserva Federal ha anunciado, entre otras, una serie de medidas sin precedentes de apoyo al sector bancario y a los mercados financieros que incluyen tipos de intervención al 0%, inyecciones masivas de liquidez en el mercado monetario, un nuevo programa de expansión cuantitativa ilimitado y la disponibilidad de amplias líneas de financiación en dólares a los bancos centrales, garantizando la continuidad de los flujos comerciales internacionales.
Y dado el previsible deterioro de sus carteras, queda por concretar con qué estímulos a la concesión de crédito van a contar las entidades financieras para impedir que las tensiones de liquidez devenguen en riesgos de insolvencia cortocircuitándose así la acción de los bancos centrales. Han de considerarse la concesión de avales públicos, la coinversión junto con instrumentos públicos o el relajamiento transitorio y limitado de determinadas reglas de cumplimiento, en la medida en la que pueda determinarse con certeza el carácter temporal del impacto sobre sus balances.
Y por último, es necesario garantizar la sostenibilidad de las finanzas públicas, que están ya actuando como último garante de la continuidad del sistema productivo. Los mercados y los bancos centrales son en primera instancia los proveedores de recursos para la financiación del estímulo fiscal sin precedentes que requiere la pandemia. Es previsible que en la medida en la que los bancos centrales continúen incrementando sus balances, los mercados eviten estampidas como las vividas durante la Gran Recesión. En este sentido, también el BCE ha creado un programa temporal de compras de activos hasta 750.000 millones de Euros hasta fin de 2020. Con ello se mantendría una curva de tipos compatible con la fase de desaceleración profunda, unos costes asumibles de financiación de los déficits públicos, así como un efecto multiplicador superior de los estímulos fiscales y monetarios.
Y además, en el caso europeo hay que avanzar en el proceso de reparto de los esfuerzos financieros de los Estados. La apelación al BCE permitiría la financiación de los déficits, pero no resolverá por sí solo el deterioro profundo de las cuentas públicas. El recurso a mecanismos como el MEDE, la mutualización de deuda emitida con carácter excepcional o la creación de fondos paneuropeos ad hoc para financiar el esfuerzo fiscal de los países de la Unión, la coordinación de las políticas nacionales europeas, en suma, son garantía y cortocircuitos necesarios para impedir el contagio de los efectos de la crisis sanitaria a las cuentas públicas y a las áreas estratégicas de nuestras economías.