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Populismo vs. patriotismo

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La reiterada apelación al patriotismo suele ser el santo y seña de todo movimiento populista, a derecha o izquierda. Sin embargo, la patria populista tiene algo de divinidad mutilada, porque los llamamientos hechos en su nombre reclutan seguidores indiferentes u hostiles a quienes se les oponen; y porque sus voceros no albergan ninguna intención, una vez elegidos como representantes, de dar voz a quienes no les votaron. Análogamente a los nacionalismos fraccionarios, vienen a ser, en política, lo que la sinécdoque en retórica: formas de tomar la parte por el todo.

El potencial desestabilizador del populismo se descubre en lo que tiene de síntoma de la patología en que prospera. Esa enfermedad política es la carencia de aprecio suficiente por la virtud y la necesidad de la representación. Mucho antes de la eclosión del fenómeno populista, ya declinaba el prestigio del componente “representativo”, indirecto, de la democracia liberal.

Habíamos ido olvidando que, para el buen funcionamiento del gobierno representativo, hacen falta representantes independientes, capaces de considerar cada asunto por sus méritos y de atender los intereses de quienes no los votaron en igual medida de los que sí lo hicieron.

Los fundamentos de la representación política, descubiertos hace dos siglos, permanecían cristalizados, pero con poco predicamento en la vida pública. La mención constitucional del “mandato representativo”, o la ocasional referencia, en tal o cual debate parlamentario, a la condición de representante de toda la nación de cada parlamentario, no actualizaban en serio esos fundamentos.

En su célebre Discurso a los electores de Bristol, de 1774, Edmund Burke señaló cómo la representación, a diferencia de la delegación, es una magistratura definida por sus responsabilidades. Un representante que, en toda ocasión, remitiese cada asunto a sus electores, estaría eludiendo esas responsabilidades y, en consecuencia, dimitiendo de su representación. Burke había sostenido, delante de sus electores, que el gobierno, cuestión de razón y juicio, implica, para el representante, descubrir, deliberando con otros representantes, el bien de la nación y no la satisfacción de los intereses particulares de los electores de su distrito.

«El Parlamento no es un congreso de embajadores con intereses hostiles y diferentes que cada uno debe sustentar como un agente y un abogado frente a otros agentes y abogados; el Parlamento es la asamblea deliberante de una nación, con un interés, el del conjunto; donde los prejuicios locales no deberían servir de guía, sino el bien general resultante de la razón general del conjunto. En efecto, vosotros elegís a un parlamentario; pero cuando lo habéis elegido, éste ya no es un parlamentario por Bristol, sino un miembro del Parlamento», el cual, según Burke, para ejercer debidamente su función deberá eludir cualquier mandato que amenace su independencia y la libertad que le ha sido concedida por el pueblo «como un acto de homenaje y justa deferencia a la razón, que la necesidad de gobierno ha hecho superior a la suya propia».

En las circunstancias de hoy, cuando son prácticamente imposibles gobiernos sustentados en mayorías amplias y homogéneas, los ciudadanos vivimos bajo gobiernos que muchos de nosotros no aprobamos, sustentados en partidos que no hemos votado. ¿Cómo aguantan nuestras democracias? ¿Por qué no colapsan, dado lo improbable de aceptar las decisiones y los mandatos de gobernantes que nos disgustan? La respuesta la acabamos de dar usando el pronombre “nosotros”.

Una democracia se mantendrá unida si el vínculo nacional que permite operar a mayorías y minorías no se rompe. Por eso los vecinos que votaron a partidos contrarios pueden tratarse como conciudadanos; para ellos su gobierno no será “mío” ni “tuyo”, sino “nuestro”, aunque uno lo aplauda y otro lo deteste. 

Tal sistema de gobierno, la democracia representativa, posee la extraordinaria virtud, conviene recordarlo, de hacer que quienes ejercen el poder deban rendir cuentas a todos, también a los que no votaron por ellos. Esta rendición de cuentas, a su vez, solo es concebible si el conjunto del electorado se entiende a sí mismo como un “nosotros”. Entonces el pueblo puede confiar en que sus intereses serán defendidos. Y esa confianza hará posible la cooperación popular en el proceso legislativo, haciéndolo reversible (capaz de reaccionar ante los errores) y relevando pacíficamente los gobiernos. La confianza hará posible que el pueblo acepte decisiones contrarias a los deseos individuales de quienes lo forman. Podrán aceptarlas porque habrá una nueva elección en la que exista la oportunidad de rectificar el daño que deploran.

Todo este viejo arsenal nos recuerda que la democracia representativa debe crear, en quienes gobiernan, una atmósfera de circunspección, reticencia y responsabilidad por completo incompatible con las emociones fuertes que promete y desencadena el populismo mediante plebiscitos, referéndums y activismo desorbitado.

Toda política responsable depende de la confianza mutua. Un clima verdaderamente democrático supone que podamos confiar en que nuestros rivales políticos reconozcan, en el gobierno, su deber de representar al conjunto de la nación, y no se dediquen simplemente a impulsar su particular agenda política.

Los populistas, y aquellos sobre los que el populismo destiñe, representan fracciones del electorado, no al electorado en su conjunto. Prosperan cuando la confianza se desintegra. También cuando determinadas controversias que afectan de cerca a la gente no se discuten, o ni siquiera son mencionadas por sus representantes. Muchas veces, la polémica se refiere a la identidad: ¿qué nos une? Negarse a contestar es tanto como facilitar que la política de eslóganes del populismo reformule preguntas desatendidas, pretenda responderlas a gritos y haga imposible cualquier tratamiento político de tales cuestiones. 

El patriotismo no tiene nada que ver con eso. No busca adhesiones para una causa particular. Cuando inspira un objetivo de gobierno, seriamente nacional, asume la discusión y el compromiso con el discrepante. Está en las antípodas de entender la victoria política como el proceso de vencer primero y aniquilar después al adversario, para adueñarse del gobierno en régimen de monopolio perpetuo. 

Antonio Maura dijo que el patriotismo tenía siempre un componente de sacrificio. Porque el patriota practica la tolerancia del fuerte, que él mismo definió: “tolerancia significa enterarse cada cual de que tiene frente a sí a alguien que es un hermano suyo, quien, con el mismo derecho que él, opina lo contrario, concibe de contraria manera la felicidad pública”.

Hay quien considera patriotismo y populismo como fases distintas que cursa una misma infección, o categorías en relación de género y especie. Hemos querido desgranar las razones por las que nos parecen, más bien, antónimos irreductibles