A fines de octubre del 2019 Chile experimentó la que tal vez ha sido su mayor crisis política desde el retorno a la democracia en 1990. Un alza en el precio del transporte público produjo una serie de protestas estudiantiles que, pocos días después de ese viernes 18, se transformaron en masivas movilizaciones ciudadanas y episodios de violencia. Saqueos, incendios y violentas protestas se propagaron por todo el territorio ante la mirada atónita de toda la clase política.
Luego que el gobierno fuera incapaz de reestablecer el orden público no obstante contar con apoyo militar y que sus propuestas de reforma social fueran recibidas con indiferencia tanto por la oposición como la ciudadanía, finalmente casi todos los partidos políticos con representación parlamentaria pactaron el llamado Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución. En éste se ofrecía una salida institucional a la crisis a través de un proceso constituyente que canalizara el fuerte malestar ciudadano. Con este paso, se materializa una demanda histórica de muchos sectores principalmente de izquierdas: reemplazar la Constitución promulgada durante la dictadura de Augusto Pinochet que, aún a pesar de sus decenas de reformas anteriores y de llevar la firma del presidente Ricardo Lagos (de militancia socialista y uno de los principales opositores a la dictadura), se sostenía que como símbolo seguía dividiendo a los chilenos. Se presentaba también una nueva oportunidad de solucionar la cuestión constitucional chilena, luego del fracasado proceso constituyente impulsado por la presidenta Michelle Bachelet.
Este nuevo pacto social sería elaborado a través de lo que en derecho constitucional comparado recibe el nombre de proceso constituyente post-soberano, es decir, un proceso canalizado institucionalmente, promovido en democracia y compuesto por una serie de etapas sucesivas en las que ninguno de los actores que intervienen en ellas puede atribuirse el ejercicio de la soberanía. Partiendo de la base que todo proceso constituyente debe entenderse como un equilibrio entre la continuidad de las instituciones de un momento político a otro posterior y, al mismo tiempo, la ruptura con algunas de ellas, este proceso se diseñó con una serie de resguardos institucionales. En este sentido, se establece una asamblea cuya única función es preparar una propuesta de nueva constitución, un plazo máximo para el cumplimiento de esta labor (1 año calendario), un quórum supramayoritario para la adopción de las normas constitucionales (2/3 de los constituyentes), un plebiscito al comienzo y término del proceso para ratificar actuaciones provenientes de instituciones políticas, la posibilidad de reclamar judicialmente las transgresiones procedimentales ante la Corte Suprema. Igualmente importante, se establecieron limitaciones de contenidos que no podrán ser alterados en la propuesta constitucional, como los tratados internacionales vigentes o las sentencias judiciales ejecutoriadas.
Es importante enfatizar que el diseño de este proceso constituyente fue celebrado por muchos de los principales expertos mundiales, como Andrew Arato. ¿Cómo se explica entonces la infinidad de críticas que recibió el proceso durante el funcionamiento la Convención Constitucional? Hay al menos dos razones que permiten explicarlo. Primero, hubo distintos aspectos del diseño del proceso constituyente que no tuvieron el apoyo suficiente para formar parte del Acuerdo, pero aun así fueron empujados legislativamente por parlamentarios y sectores de la sociedad civil. Entre ellos destaca la integración paritaria de la Convención Constitucional, la incorporación de escaños reservados para los pueblos indígenas y la posibilidad que candidatos independientes compitieran en igualdad de oportunidades a aquellos que pertenecen a partidos políticos. Sin importar cuál sea la valoración que se tenga de estos cambios, al haber sido aplicados como reglas electorales ellos produjeron una importante distorsión en la representación política dentro de la Convención Constitucional en favor de sectores de extrema izquierda, representación que no se condice con los equilibrios existentes en el Congreso Nacional. En segundo lugar, la irrupción de la pandemia produjo un retraso significativo en el cronograma de la Convención Constitucional. Como resultado, muchas de sus decisiones en un periodo crítico de la deliberación constitucional estuvieron fuertemente influenciadas por incentivos propios de un ciclo electoral con un resultado incierto y un electorado volátil.
El resto es historia conocida: luego de un abrumador apoyo ciudadano hacia el proceso constituyente en octubre de 2020 (más de un 78% del electorado se manifestó a favor en el referéndum) y de una elección de constituyentes en mayo de 2021 cuyo resultado arrojó una fragmentación extrema, la Convención Constitucional comenzó a sesionar en julio del año pasado. Es de sobra conocido que durante todo el proceso la deliberación constitucional estuvo caracterizada por bochornos, escándalos, posiciones maximalistas e infantilismos que hicieron difícil o imposible el diálogo (como lo han reconocido algunos de sus propios protagonistas). Incluso aquellos aspectos particularmente positivos del proceso, como los mecanismos de participación ciudadana, se vieron empañados por el mal manejo político de los líderes de la Convención Constitucional. A esto se suma que los constituyentes de centroderecha fueron expresamente excluidos de las negociaciones y acuerdos, impidiéndoles contribuir sustancialmente en el debate (algo que también reconoce la centroizquierda dentro de la Convención).
Habiéndose cumplido el plazo para el funcionamiento de la Convención, finalmente conocemos la propuesta constitucional de los constituyentes. Muchas de sus disposiciones han sido fuertemente criticadas e inclusos prestigiosos medios como The Economist han llamado a los electores chilenos a rechazar la propuesta. Ciertamente abundan las materias cuyo diseño constitucional es sumamente problemático. Los cambios al poder judicial, la propuesta de regionalización o el nuevo estatuto constitucional del agua son sólo algunos ejemplos de ello.
Con independencia de lo anterior, el proceso constituyente ya fracasó en el que era su objetivo principal: servir como punto de encuentro que uniera a todos los chilenos. Hace ya meses las encuestas sugieren que la ciudadanía tiene una visión negativa de la Convención y su trabajo. Sin ir más lejos, todas las encuestas predicen que la propuesta de nueva constitución será rechazada en el referéndum ratificatorio de septiembre. Cualquiera sea el desenlace de éste, la constitución seguirá sin ser vista como la casa de todos y, peor aún, la cuestión constitucional chilena seguirá sin ser resuelta.