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Prudencia política y certeza científica

Guillermo Graíño es Profesor de Teoría Política de la Universidad Francisco de Vitoria y director de su Centro de Estudios sobre la Democracia

En la última encuesta del CIS ha aparecido la siguiente pregunta: “¿Cree Ud. que ante los casos de pandemia […] hay que atenerse a lo que digan los expertos en cada momento […]?”. Como ocurre con muchas otras preguntas de la serie –y como ya es habitual bajo la dirección de Tezanos–, la formulación pone en la boca del entrevistado la respuesta correcta. Desde que explotó la crisis, el Gobierno ha intentado que la reacción del político ante los acontecimientos sea juzgada atendiendo a los tiempos con los que el científico investiga para encontrar certezas.

Sin embargo, la actividad del político es obviamente muy distinta a la actividad del científico. La ciencia es parsimoniosa por naturaleza a la hora de llegar a afirmaciones concluyentes. Así lo requieren los métodos que garantizan la fiabilidad de sus hallazgos. Cuando la ciencia responde a una urgencia social, podemos observar la acumulación de pequeños trazos apresurados, algunas veces rectificados, que poco a poco van proporcionando una imagen más coherente aunque impresionista de lo que está sucediendo. Cuando pase más tiempo, la imagen se asentará e irá ganando definición y realismo.

La actividad del responsable político implica necesariamente una toma de decisiones con información muy imperfecta. De hecho, los pensadores a menudo han considerado que la virtud necesaria en el político es la prudencia, a saber: la habilidad para decidir contemplando escenarios posibles, esbozando probabilidades y calibrando consecuencias. Así, la defensa de la clamorosa inacción del Gobierno desde una suerte de “escepticismo exquisito” resulta esperpéntica. En primer lugar, porque esta defensa la llevan a cabo los mismos que, normalmente, juntan causas y efectos y llegan a conclusiones con una ligereza propia de vendedores de crecepelo. Son estos ideólogos –los ideólogos que nos repiten sin cesar que un mundo mejor es solo cuestión de voluntad o hasta de lenguaje– los mismos que, cuando se trata de salvar vidas aquí y ahora, se agarran al pirronismo. En segundo lugar, porque obviamente no podíamos tener la certeza de que algo así iba a ocurrir exactamente como ha ocurrido. Lo que sí resultaba evidente –para cualquiera que estuviese atento y no pensase que su país goza de inmunidad mágica– es que algo muy grave podía ocurrirnos. Contemplar ese escenario posible y anticiparse a él ha sido la histórica responsabilidad de este Gobierno, responsabilidad sobre la cual ha sido increíblemente negligente.

Podíamos dudar de la cifra total de contagiados, de la forma de contagio, de la tasa de letalidad… Lo seguimos haciendo, y esperamos que los científicos y profesionales puedan arrojar luz más pronto que tarde. Mientras tanto, los demás intentamos exprimir estadísticas todavía muy inciertas. Sin embargo, todas nuestras inferencias debían partir de un dato bruto que conocíamos ya desde Wuhan, y más todavía desde Italia, a saber: que las ciudades realmente afectadas por esto, sea esto lo que sea, colapsan, no pueden enterrar a sus muertos, se quedan sin unidades de cuidados intensivos. Este es el dato primigenio que debía alertar al político. La suspensión del juicio sobre la naturaleza exacta de lo que estaba ocurriendo no podía hacernos obviar la patente realidad catastrófica de sus efectos. Por eso mismo, el escudarse ahora en una suerte de incertidumbre inductiva propia del científico riguroso es sencillamente vergonzoso. El trabajo del Gobierno era el de ir recogiendo los trazos que llegaban de la todavía polifónica legión de voces más autorizadas (muchas de las cuales sí les pusieron sobre aviso) y adelantarse al peor escenario. No solo no lo hicieron: acumularon semanas o hasta meses de retraso en su respuesta a una realidad ya abrumadora.

Ahora todos pagamos su parsimonia. Esa parsimonia no fue la de la ciencia, sino la del puro interés ideológico. Ni siquiera asomó en ellos la compunción por la dramática situación de una nación en crisis… Y es que la izquierda solo muestra una sensibilidad exquisita ante las muertes cuando las puede explicar estructuralmente con sus teorías hipertrofiadas.