Idioma-grey

Putin, rehén de su retórica

Share on facebook
Share on twitter
Share on email
Share on whatsapp
Share on linkedin

La anexión de Crimea y la invasión de la región de Dombás en 2014 por Rusia no fueron la causa de la ruptura política entre esta y la Unión Europea, sino su consecuencia. La ruptura se había producido antes, y, si hay que ponerle fecha, esta sería la de la Conferencia de Seguridad de Múnich en febrero de 2007, cuando Putin afirmó en su discurso que los EE. UU. y la OTAN constituían la principal amenaza para la seguridad nacional de Rusia. En 2014, Occidente impuso sanciones económicas a Rusia, pero sin prescindir de los hidrocarburos rusos y, el año siguiente, suscribió junto con Ucrania los Acuerdos de Minsk que institucionalizaban un conflicto congelado en el sureste de dicha república.

La invasión rusa iniciada el pasado febrero ha provocado dos guerras, una militar convencional entre Rusia y Ucrania, y otra económica entre aquella y Occidente. En esta última destaca el consenso europeo en torno a la defensa de sus valores y principios, que se traduce en la ayuda a Ucrania y en la imposición de sanciones económicas al invasor, incluyendo reducciones drásticas de la importación de hidrocarburos rusos.

Desde el comienzo de la guerra en Ucrania, Vladímir Putin ha vivido entre analogías y metáforas historicistas. En 2014, el Kremlin había acusado a Occidente de apoyar a los “golpistas” y “nazis” que derrocaron en las calles a Víktor Yanukóvich y la invasión de 2022 fue definida como una “operación militar especial” para “desnazificar” Ucrania. Para Putin, los enemigos de la Rusia eterna deben ser nazis. Nazis eternos. Una prueba de ello es la reciente definición putinesca de Josep Borrell, vicepresidente de la Comisión Europea y alto representante de su política exterior, como “golpista que habría estado al lado de Franco y de los fascistas en la Guerra Civil española”. Las palabras de Putin eran respuesta a otras de Borrell, en la Conferencia Interparlamentaria para la Política Exterior y de Seguridad Común en Praga, que, según su traducción al inglés, rezaban así: “De momento, no tenemos un plan concreto de cómo derrotar a la Rusia fascista y a su régimen fascista”. Hasta ahora, según Putin, los fascistas eran solo los ucranianos. En adelante, y por extensión, serán también todos los que les apoyen. Paradójicamente, Putin ha convertido en nazis a los países occidentales que fueron aliados de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. Pero esto también lo hizo Stalin, e incluso Kruschev, durante la Guerra Fría. Rehén de su propia retórica, Putin se desliza desde el nacionalismo ruso a la reducción del liberalismo a fascismo, una característica propia de la identidad soviética posterior a la Segunda Guerra Mundial. A través de esa retórica, Rusia se sovietiza; también evoca su victoria en la Gran Guerra Patriótica.

Pero esa retórica, con su agresividad hacia un Occidente supuestamente nazi, no parte de una extralimitación verbal de Borrell, sino de la constatación del atasco de la ofensiva rusa ante la empecinada resistencia ucraniana y de la cada día más clara voluntad, por parte de la UE, de prescindir de los hidrocarburos rusos, a los que Moscú consideraba como esenciales para neutralizar, bloquear y revertir las sanciones económicas europeas. Posiblemente, entre los ciudadanos de los países de la UE todavía haya mucho de resignación fatalista ante la perspectiva de un invierno devastador, pero, y eso es con lo que Putin no contaba, esa actitud está dando paso a un evidente espíritu de resistencia contra la tiranía neosoviética.

La actual guerra de Ucrania ha acarreado la definitiva ruptura entre Rusia y la UE y el fin del orden internacional surgido tras la Guerra Fría. Para Rusia es el cuarto intento fracasado de integrarse en Europa: el primero fue el de Pedro el Grande en el siglo XVIII, cuando construyó San Petersburgo como una ventana a Europa; el segundo, el del zar Alejandro II en el siglo XIX, al liberar a los siervos; el tercero, el de Mijaíl Gorbachov, que soñó con una casa común europea de Lisboa a Vladivostok. Henry Kissinger dijo que los rusos han admirado, envidiado, amado y odiado por igual a Europa, pero Vladímir Putin solo la odia.