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¿Qué pasa en Venezuela?

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Asdrúbal Aguiar ha sido gobernador de Caracas, ministro del Interior y presidente encargado de Venezuela


El reciente Informe de la misión internacional independiente designada por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU para documentar las violaciones generalizadas y sistemáticas ocurridas a partir de 2014, transcurrido un año desde cuando inicia su cuestionado mandato presidencial Nicolás Maduro Moros, muestra una síntesis dramática de lo que pasa en Venezuela.

La vigencia de una nación que se hizo hilachas y una república parcelada bajo el peso de una alianza criminal entre el narcoterrorismo y actores políticos y militares internos, hasta deja en el plano de lo estético la experiencia inmediata de la democracia.

Los expertos de la ONU afirman tener motivos razonables para creer y sostener que han ocurrido asesinatos arbitrarios, ejecuciones extrajudiciales y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes –incluyendo violencia sexual y de género– como desapariciones forzadas y detenciones arbitrarias que tienen por víctimas a centenares de venezolanos, civiles y militares, sin contar a los más de cinco millones de trashumantes que se han visto obligados a emigrar por el anterior contexto. Fijan como responsables directos a Maduro y sus ministros del Interior y de Defensa.

Más allá del debate de salón y de mala fe acerca de las sanciones que Europa y Estados Unidos han impuesto a los integrantes del régimen represor venezolano –a Maduro y su segundo, Diosdado Cabello, USA les pone precio: 15 y 10 millones de dólares respectivamente como narcotraficantes–, lo veraz es que Venezuela dispuso, durante más de medio siglo, de una industria petrolera considerada entre las más fuertes transnacionales del planeta y una industria de energía hidroeléctrica y termoeléctrica que apalancaron su modernización hasta 1999. Después se volvieron instrumentos políticos y para el financiamiento de la experiencia revolucionaria del Socialismo del siglo XXI en América Latina y España. Hoy se encuentran virtualmente paralizadas y en quiebra.

Los venezolanos, cuyo promedio de vida sube desde 59,23 a 72,28 años entre 1960 y 1999 –la cifra se hace regresiva durante los últimos veinte años– mendigan a diario algunos litros de gasolina para transportarse y de modo espasmódico reciben luz eléctrica. Venezuela está “somalizada”. La CEPAL reseña el colapso de sus exportaciones de petróleo desde 2015, a la vez que destaca que atraviesa lo que podría ser la inflación “más grave de la historia de América Latina y el Caribe”. En 2018 alcanza a 130.060,2%. “Ese país atraviesa un episodio hiperinflacionario muy severo”, dice, al punto que sus elevadas tasas no se contabilizan pues distorsionarían los promedios de la región.

Junto a la pandemia del coronavirus –la Academia de Ciencias venezolana proyecta a 14.000 el número de infectados diarios– sigue predominando la “epidemia de violencia”: 81,4 homicidios por cada 100.000 habitantes, una de las más altas del mundo. En 2020 se ha contraído la tasa de violencia –172.266 suman los muertos por armas de fuego durante el régimen de Maduro– debido a la diáspora y a las ejecuciones extrajudiciales que pesan sobre este.

La soberanía sobre el territorio es una caricatura. El occidente y el sur de Venezuela –incluido el Arco Minero del Orinoco, de 111.843 km2– han sido canibalizados. Se encuentran bajo control de guerrilleros colombianos –las FARC y el ELN– y los usan como aliviadero, tanto como los ocupan para la extracción esclavista de sus riquezas mineras mediante un ecocidio ambiental y etnocidio de graves proporciones. A la vez participan grupos criminales y terroristas –la libanesa Hezbollah– como operadores cubanos, chinos, iraníes y rusos.

El oriente venezolano merma –se pierde progresivamente el Esequibo reclamado a Guyana y parte de su plataforma atlántica– a manos de transnacionales del petróleo apoyadas por el Gobierno de Georgetown, USA y La Habana. Y a Caracas la dominan, en el oeste, bandas que imprimen papel moneda para sus transacciones ilícitas y de drogas. En el este la paz la aseguran pistoleros de igual calaña.

Entre tanto, Maduro ejerce de facto su poder fragmentado bajo tutela cubana y parte de la comunidad internacional reconoce como presidente provisional a Juan Guaidó, cabeza del último reducto democrático que le queda al país, su Asamblea Nacional electa en 2015. Los restos del andamiaje institucional son un rompecabezas. Delibera una inconstitucional Asamblea Nacional Constituyente y otra Asamblea Nacional paralela impuestas por Maduro. Un Tribunal Supremo llamado ilegítimo funciona bajo control de este, mientras otro designado por la Asamblea de Guaidó opera en el exilio.

El caso es que la comunidad internacional no se aviene en sus visiones e intereses contrapuestos sobre Venezuela, acelerando el desmoronamiento de la resistencia, actualmente amenazada por el entramado criminal gobernante –suman 336 los presos políticos y militares que permanecen en las mazmorras dictatoriales–, y otra parte ha sido corrompida por los operadores de este.

Estados Unidos y los países de la OEA trabajan sujetos a un marco de provisionalidad constitucional sancionado por la Asamblea Nacional legítima ante el desmantelamiento consumado de la Constitución. El Estatuto para la Transición hacia la Democracia –carta provisional– postula la cesación de la usurpación y el desarrollo de un proceso de relegitimación de poderes progresivo, sin sujeción a términos constitucionales exactos dadas las circunstancias y hasta tanto se alcanzan las condiciones para unas elecciones libres. La continuidad del parlamento es consecuencia estatutaria, para evitar la disrupción de la provisionalidad.

No obstante, el canciller europeo Josep Borrell tamiza la naturaleza del régimen represor y le sitúa en paridad moral con la resistencia que conduce Guaidó. Obvia la sustitución inmediata de Maduro, acusado de crímenes de lesa humanidad, y acompaña el pedido de este para realizar en diciembre o sólo algunos meses después unas elecciones parlamentarias para frenar el incómodo interinato democratizador. Arguyen aquellos, al efecto, las previsiones de una Constitución desmaterializada, confirmada por las resoluciones de la OEA y la propia Asamblea Nacional.

Henrique Capriles, excandidato presidencial, hasta ayer parte de la resistencia democrática, junto a otros dos excandidatos presidenciales del siglo XX –Claudio Fermín, socialdemócrata, y Eduardo Fernández, socialcristiano– ha optado por entenderse electoralmente con Maduro y sus ministros. Pide como Borrell que se cumpla con lo que manda la Constitución “derogada” y obviar el Estatuto constitucional de la transición en vigencia. Les resulta secundario el contexto, a saber, que el régimen ha confiscado los símbolos de los partidos, rediseñado las circunscripciones para el voto, designado un Poder Electoral a su medida, incrementado en más de un centenar el número de diputados, y anunciado que los militares, llegado el día, buscarán a los electores en sus casas “para protegerlos”. La ONU, por lo pronto, le pidió a la Corte Penal Internacional y a la jurisdicción universal de los Estados encargarse de las persecuciones del represor venezolano y su corte de narcogenerales.