El colapso de las fuerzas gubernamentales afganas y la toma del poder por los talibanes han provocado un intenso debate sobre las implicaciones de la retirada de EE. UU., después de veinte años en Afganistán, para la política europea.
Para Europa, el trágico final de la misión estadounidense en Afganistán plantea varias incógnitas, entre las cuales destacan el futuro de las intervenciones militares, la estabilidad en la vecindad sur europea, la autonomía estratégica y las relaciones con EE. UU.
Desde 2014 se ha desarrollado en la OTAN un debate sobre el futuro de las intervenciones militares. Los países miembros se han puesto de acuerdo para ir abandonando las misiones fuera del área y volver a su función principal: garantizar la defensa territorial y la disuasión de los enemigos potenciales en el espacio transatlántico. El fracaso de la misión en Afganistán –primer gran fracaso de la Alianza Atlántica (y segundo de EE. UU.)– revela que se ha conseguido muy poco tras los muchos años de entrenamiento de las fuerzas armadas afganas, el despliegue de soldados europeos y la inversión de enormes cantidades de dinero. La intervención militar no ha sido capaz de crear un espacio en el que la política, la economía y la diplomacia puedan hacer su trabajo para alcanzar lo que fue el principal objetivo de los occidentales: national building, construir un Estado-nación afgano. Es de temer que ahora sea más difícil para los políticos europeos convencer a sus poblaciones de los beneficios y la legitimidad de las intervenciones militares en el extranjero.
A pesar de ello, la presión para que se involucren en la gestión de crisis en su propio vecindario irá creciendo, porque si los europeos no se comprometen a estabilizar su entorno la inestabilidad llegará a Europa, y no solo en forma de avalanchas migratorias. Por lo tanto, en el futuro la UE deberá mejorar su contribución a la prevención de crisis, la estabilización y la consolidación de la paz. Para hacerlo debería tomar más en serio su idea de autonomía estratégica, los problemas de inmigración y asilo, y su relación con EE. UU., que ha ido cambiando desde la llegada de la Administración Obama en 2008.
El fracaso de la misión en Afganistán es trágica no solo por el fulminante desmoronamiento de las fuerzas gubernamentales afganas, sino porque demuestra (tal como lo han hecho la guerra de Georgia en 2008, la anexión de Crimea en 2014 o la guerra de Siria, por mencionar los acontecimientos recientes más graves para la seguridad europea) que Europa no es un actor estratégico con voluntad de actuar geopolíticamente. Afganistán ha sacado a la luz la excesiva dependencia europea de EE. UU., así como la necesidad de desarrollar una autonomía estratégica. Detrás de estas dos palabras grandilocuentes aguarda una tarea, no sencilla, pero posible: la UE debe definir cuáles son las principales amenazas para la seguridad y defensa de los europeos, cuáles son sus objetivos para garantizarla y, sobre todo, debe lograr una visión común para alcanzar esos objetivos. Esta tarea implica además una redefinición de la relación entre la UE y EE. UU.
La retirada estadounidense de Afganistán –sobre todo la manera en la que se ha llevado a cabo y el hecho de no haberla consensuado con los aliados que tenían fuerzas en la región– ha provocado las quejas de los europeos. Sin embargo, lo cierto es que desde el primer momento de la intervención estadounidense (cuando se activó por primera vez el artículo 5 de la defensa colectiva de la OTAN), los europeos se subordinaron a la estrategia estadounidense. Ahora de poco sirve quejarse.
La lección fundamental del colapso en Afganistán para los europeos es que un tercer presidente de EE. UU. desde Obama ha dejado claro que su país ya no será un policía global que garantice la estabilidad en regiones lejanas (no tan lejanas para los europeos). El fracaso en Afganistán es el resultado lógico de la política exterior estadounidense, que comenzó con Obama y que refleja el interés de Washington en poner más esfuerzo en rivalizar con China que en estabilizar Oriente Medio, el Sahel o Asia Central. Los europeos tienen aún intereses en juego en esos lugares. Para protegerlos necesitarán desarrollar la voluntad y la capacidad de ejercer su propia soberanía estratégica, incluida la posibilidad de intervenciones militares con poco o ningún apoyo estadounidense. Ahora los europeos no pueden –y no deben– abdicar de la responsabilidad que les compete en el mantenimiento de su propia seguridad, dados los desafíos candentes de la migración y del terrorismo. Esto es asunto de compromiso y de recursos, pero requiere también un cuestionamiento profundo del modelo de estabilización que tanto Europa occidental como los EE. UU. han aplicado con tan escasa fortuna en Afganistán e Irak durante los últimos 20 años.