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Recuerdo de un hombre bueno (in memoriam Juan Velarde)

Valgan estas líneas escritas a vuelapluma, dictadas por el cariño y sin la menor pretensión literaria, para evocar la memoria de quien fuera el decano de los economistas españoles y uno de los mayores eruditos de nuestro tiempo: el profesor –pocos han encarnado el espíritu de la cátedra más plena e íntegramente que él– Juan Velarde Fuertes. La noticia de su muerte, debida a una caída doméstica, el pasado 3 de febrero a los 95 años, ha conmocionado profundamente a quienes hemos tenido la suerte de atender a sus clases y conferencias; y nos ha dejado dolorosamente huérfanos a quienes hemos tenido el privilegio de contarnos entre sus compañeros y amigos. Porque con Velarde no solo se nos ha ido el último testigo de momentos tan destacados en nuestra historia económica como la primera conferencia de Heinrich von Stackelberg en España (la célebre “La ciencia y la práctica de la economía”, Madrid, IEP, 1944) –recuerdo una mañana de verano, no ha mucho, en la que me describió tan viva y nítidamente aquel evento, que incluso me pudo detallar los comentarios que escuchó a su alrededor–, sino que hemos perdido un referente intelectual para el conocimiento de la historia económica española.

No ha lugar aquí a recordar los detalles de la biografía de D. Juan, de referir sus numerosos premios, de enumerar sus múltiples publicaciones ni de desglosar sus aportaciones a la política y ciencia económica de nuestro país, pues todas estas cuestiones acaban de ser rememoradas en diversos obituarios a cargo de excelentes autores. Y, en todo caso, el lector interesado puede encontrar estos puntos exhaustivamente desarrollados en la larga entrevista que Mikel Buesa y yo mantuvimos con él y que publicamos bajo el título Juan Velarde: Testigo del gran cambio (Ediciones Encuentro, 2016), texto que el propio D. Juan reconoció como sus “Memorias”.

Quisiera, por el contrario, céntrame aquí en algunos rasgos de la personalidad del Juan Velarde que tuve ocasión de apreciar a lo largo de más de tres lustros, desde que presidió mi tribunal de tesis hasta nuestras recientes colaboraciones científicas que aún proseguían cuando la muerte le ha arrancado de entre nosotros.

En primer lugar, fue Velarde una persona siempre dispuesta a compartir –sin restricciones, cicaterías, ni reservas– sus vastísimos conocimientos y extensísimas lecturas con quien así se lo solicitara. No solo lo pude comprobar por mí mismo, sino que presencié repetidas veces como D. Juan se tomaba el tiempo para atender las consultas de todo tipo de doctorandos, de satisfacer la curiosidad de un estudiante de primer año de carrera o de responder a la pregunta de un periodista con la misma sencillez con la que atendía a un compañero de la Academia, a un alto dirigente económico o a un dignatario del Estado. Creo que, a buen gusto, hubiera hecho suya la oferta que el anciano Príncipe Metternich le hiciera a Donoso Cortés cuando el español le visitó en Viena: “Yo soy un libro voluminoso en donde están consignados todos los grandes hechos de este siglo; cuando usted quiera, me pongo a su disposición para que me hojee desde la primera a la última página”.

No menos relevante es la gran humildad, auténticamente interiorizada, que caracterizó en todo momento a Velarde. Baste recordar la larga lista de premios y condecoraciones recibidas por D. Juan, pero de los que jamás hizo ostentación. Así, estaba en posesión de las más distinguidas órdenes civiles, varias de ellas en la máxima categoría, pero no recuerdo haberle visto lucir jamás ninguna de ellas después del acto de entrega. Y cuando recibía un premio –lo que suele conllevar pasar a formar parte del comité de selección de las siguientes ediciones– ya estaba pensando en quién merecería verse beneficiado en el futuro. Baste recordar el caso de la concesión del Premio Príncipe de Asturias a uno de sus “acreedores preferentes” (así solía referirse a sus maestros intelectuales), Román Perpiñá Grau.

En tercer lugar, siempre me llamaron la atención lo acrisolado de sus principios. Así, no renegó en ningún momento de su pasado falangista –bien es cierto que dentro del ala “liberal” de la Falange–; mas, al contrario, se mantenía firme en sus convicciones acerca de los notables avances que, en materia económica, habían conseguido sus compañeros y él –pues D, Juan se consideró siempre un hombre de equipo– desde dentro del régimen. Régimen del que no se declaró nunca desafecto, aunque sí muy crítico. Quizás esta actitud se explique, en parte, por el lema que Velarde tenía por guía, el cromwelliano: vestigia nulla retrosorum (Ni un paso atrás); o quizás se deba a la integridad de sus convicciones. Como señalara Fabian Estapé: “Juan Velarde […] es el único falangista ilustrado que he conocido en mi vida, [es] un profesional con un sentido de la honestidad que va más allá de los partidos y políticos que gobiernan”.

Pero, además, Velarde fue un preclaro ejemplo de vir bonus, de hombre bueno. Esencialmente bueno. Nunca me he encontrado con nadie que no me haya hablado bien de él. Incluso quienes se situaban en posiciones ideológicas opuestas, reconocían su intrínseca bondad y, habitualmente, acababan por reconocer que, de una u otra forma, estaban en deuda con él. Baste recordar, como ejemplo, que fue él quien impulsó la entrada de Ramón Tamames en el departamento de Economía aplicada de la UCM –que por aquel entonces dirigía–, a pesar de estar al tanto de su militancia en el Partido Comunista. Y hace muy poco, otro destacado compañero suyo en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas me reveló que también a él D. Juan le había echado discretamente una mano en un momento crítico para su carrera. Emilio de Diego lo definió magistralmente al escribir que “Juan Velarde es la única persona con la que yo me he encontrado, que antes de pedirle un favor ya está decidido a hacértelo y, encima, te da las gracias”.

Quisiera resaltar también, que D. Juan fue un hombre con un extraordinario sentido del humor, siempre dispuesto a compartir una anécdota o chascarrillo histórico que, en más de una ocasión, resultaban hilarantes. Se le daba bien imitar voces, y no solo sabía hacer reír, sino que se reía con una risa casi infantil. Porque si las fotos de infancia de Velarde nos muestran a un niño ya desde pequeño con cara y actitud de adulto, no es menos cierto que aún en su senectud mantuvo siempre la alegría y risa de un niño.

Por último, no cabe duda de que D. Juan fue, ante todo, un trabajador infatigable hasta el mismo final de sus días. Su amplísima obra académica y periodística dan buena prueba de ello. No hace ni una semana cuando que me llamó por última vez para solicitarme que le hiciera llegar la galerada de una obra mía de próxima publicación. Según me explicó, estaba trabajando en un nuevo libro –había publicado el último, Las ideas que cambiaron la economía rural española, hace apenas un año– sobre los economistas de la “Escuela de Madrid” para la editorial Tecnos y quería extraer alguna cita de ella. Maravillado por su tesón –no por conocido menos envidiable– le envié inmediatamente el fichero del libro solicitado, sin caer en la cuenta de que, al hacerlo, le revelaba antes de lo previsto que le había dedicado el libro, pues la dedicatoria ya aparecía en el texto maquetado. Ahora me alegro, al saber que, fruto de mi despiste, no solo se percató de la dedicatoria, sino que, según me confirman, le hizo ilusión leerla.

Me duele pensar que aquella será ya, definitivamente, nuestra última conversación. Precisamente cuando, tras tantos años, pasamos a tutearnos, algo a lo que yo me resistí siempre por respeto, hasta que me convenció con el irrefutable argumento de que lo contrario le hacía “sentir muy mayorcito”. Otro ejemplo de humor de Velarde. Del Juan Velarde que ese día se despidió de mí llamándome no por mi apellido, como acostumbraba a hacer (aunque empleando el “tú”), sino por primera –y última– vez empleando mi nombre de pila.

Nuestros pensamientos acompañan ahora a la viuda de D. Juan, a sus hijos y nietos. Una de sus hijas, Paloma, pintora, finalizó recientemente un excelente retrato de su padre para la galería de presidentes de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Un cuadro que capta perfectamente las virtudes que hemos descrito en los párrafos anteriores y que brillará con luz propia en aquella docta casa.

Solo nos resta, en lo mundano, defender el legado intelectual de Velarde, difundir su obra y promover su recuerdo; y en lo trascendente rezar para que Dios, en quien él siempre creyó, le haya acogido ya en su seno. Seguro que, al llegar, lo primero que habrá hecho D. Juan, habrá sido preguntar por la biblioteca y el archivo.


Thomas Baumert es profesor de Economía Aplicada, Universidad Complutense de Madrid

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