Se está convirtiendo en una liturgia que los líderes conservadores británicos sean desalojados del poder después una brillante cumbre internacional. Le ocurrió a Margaret Thatcher y le acaba de ocurrir a Boris Johnson.
Johnson caminaba herido de muerte política desde que se supo que su natural histriónico se estaba traduciendo en comportamientos poco edificantes en Downing Street durante la pandemia. La invasión rusa de Ucrania le ofreció una tregua a la censura por sus fiestas en su residencia oficial. Pero una sucesión de escándalos, con el contenido escabroso que suele ofrecer la política británica en estos casos, ha reabierto las vías de agua de un primer ministro que emergió triunfante del éxito en el referéndum que determinó la salida del Reino Unido de la Unión Europea.
Sería equivocado pensar que Johnson ha caído en medio del estrépito de la dimisión masiva de su gabinete por su cuestionable integridad en la forma de conducirse personalmente. Ese ha sido el detonante de una lamentable acción de gobierno que ha puesto en evidencia los efectos desestabilizadores del Brexit que, de manera tan frívola –y políticamente tramposa–, la eurofobia británica impulsó con éxito y, para decirlo todo, con la injerencia masiva de la desinformación rusa.
La ruptura unilateral del Protocolo de Irlanda es una decisión desastrosa no solo para las relaciones con la Unión Europea, sino para el mantenimiento de la paz en Irlanda del Norte. Los independentistas escoceses han aprovechado el Brexit para volver a plantear un referéndum independentista, porque saben que la pertenencia a la UE fue el argumento más convincente para los contrarios a la secesión y ahora ese argumento no existe. Sus políticas antinmigratorias arrojan un saldo indefendible cuando la falta de mano de obra está afectando a los servicios públicos esenciales, la hostelería y el comercio. Los “brexiters” decían que se trataba de que el Reino Unido “recuperara el control” frente a Bruselas. El balance no puede ser más negativo y deja expuesto lo artificioso y demagógico de esos alegatos.
Sería deseable que los conservadores británicos no desaprovecharan esta crisis y corrigieran un rumbo que les conduce a la guerra interna y al Reino Unido a una crisis estructural con riesgos graves para el futuro en paz de Irlanda de Norte, de Escocia y de las relaciones con el resto de Europa. Sin embargo, no parece probable que el Partido Conservador, ahora sin Johnson, se plantee resueltamente salir de la senda euroescéptica y autorreferencial por la que discurre. Dejemos abierta la esperanza de que un sistema político y un partido de gobierno como el conservador, con tantos elementos que admirar, nos depare alguna sorpresa tranquilizadora.