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“Redes eléctricas: la columna vertebral de la transición energética”

La transición energética en que se encuentra inmersa la mayor parte de las economías avanzadas del mundo es un proceso trascendental por muchos motivos. Uno de ellos es que se constituye en una palanca fundamental para la reindustrialización, que a su vez es un objetivo declarado de la Unión Europea, cuya meta es lograr que la industria alcance una participación del 20% en el PIB comunitario.

Para un país como España, donde el sector industrial ha venido perdiendo peso relativo durante las últimas décadas, avanzar en el proceso de reindustrialización es clave, toda vez que debería conducir a mejores resultados en términos de estabilidad y prosperidad económica, calidad del empleo e innovación, homologables a los que disfrutan aquellos países que cuentan con un tejido industrial más potente y con mayor peso dentro de su estructura productiva.

España posee una ventaja competitiva evidente derivada de su potencial renovable, que permite disponer de unos costes energéticos descarbonizados comparativamente reducidos. Su capacidad para producir electricidad barata se constituye en un importante motor de reindustrialización por una triple vía: 1) el aumento de la competitividad en costes de la industria tradicional que emplee esa energía barata; 2) la capacidad de atraer industria foránea que demande energía a precios razonables y competitivos; y 3) la posibilidad de generar nueva industria vinculada a las cadenas de valor de las fuentes de generación renovable.

Para aprovechar esa oportunidad, debemos abordar los distintos problemas que tenemos sobre el tapete, entre ellos la necesidad de adaptar nuestra infraestructura de red a la gran expansión de oferta y demanda eléctrica que implica la transición energética (la participación de la electricidad en el consumo final de energía debería pasar del nivel en que se encuentra actualmente, en torno al 20% y el 25%, a más del 50%).

Sin embargo, a la hora de ampliar las extensiones de líneas eléctricas, nos enfrentamos a dos importantes restricciones. La primera de ellas es una restricción cuantitativa derivada del límite en términos de PIB establecido por normativa a las inversiones en redes de transporte y distribución eléctrica. Este límite, en la red de distribución, equivale a unas inversiones anuales de aproximadamente 2.000 millones de euros, lo cual es claramente insuficiente para alcanzar los niveles de inversión previstos en el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC).

La segunda restricción con que nos encontramos (esta vez, cualitativa) es el sistema de planificación de la red de transporte, que es muy rígido, a pesar de que permite modificar aspectos puntuales (MAP), y que, a la luz de los hechos, no es capaz de atender las nuevas demandas de conexión procedentes de grandes consumidores eléctricos como los centros de procesamiento de datos y de aquellas otras industrias que necesitan una mayor capacidad de acceso a la red eléctrica para poder descarbonizarse.

La última MAP dejó sin atender prácticamente todas las solicitudes de conexión a la red planteadas por parte de la industria, cerca de 6 GW, equivalentes a un 15% de incremento de la demanda nacional, unos 60.000 millones de inversión y un millón de puestos de trabajo. Ello no sólo daña la credibilidad del proceso estratégico de transición energética en nuestro país, poniendo en riesgo el cumplimiento de los objetivos climáticos planteados en el marco del PNIEC, sino que además mina la oportunidad económica que se nos plantea, limitando nuestras capacidades en materia de inversión, creación de empleo e innovación.

Otro cuello de botella que debemos resolver para que nuestra ventaja competitiva se concrete tiene que ver con el almacenamiento. La generación renovable se caracteriza por su intermitencia, de modo que su despliegue debe acompañarse del desarrollo de tecnologías de almacenamiento, como el bombeo hidráulico o las baterías, que aporten flexibilidad al sistema y aseguren la producción eléctrica en los días sin sol ni viento. Desarrollar esa estructura de almacenamiento puede llevarnos más de diez años. Mientras tanto, la energía nuclear es la única capaz de garantizar un suministro de energía eléctrica continuo, estable y libre de emisiones, lo que, además de revelar la incongruencia entre los criterios políticos del Gobierno y la realidad tecnológica de hoy, nos debería llevar a pensar en la necesidad de revisar el calendario de cierre de las centrales nucleares previsto por el Gobierno.

Más allá de abordar los obstáculos mencionados, cabría pensar en otras medidas, incluyendo agilizar los procesos de tramitación para las nuevas conexiones, mejorar la certidumbre y garantizar la adecuada retribución de las inversiones en redes, y permitir la realización de inversiones anticipadas para poder atender las necesidades futuras de descarbonización sin generar cuellos de botella.

En definitiva, para que España materialice su ventaja competitiva, nuestra obligación es garantizar que se realizan las inversiones necesarias y que se atienden las demandas de potencia eléctrica tanto de los consumidores y empresas existentes que quieren electrificar sus usos como de las nuevas industrias que decidan implantarse en España para aprovechar sus precios energéticos comparativamente asequibles y competitivos. De lo contrario, perderemos la ventaja competitiva y las inversiones se irán a otros países, porque, conviene recordar, la transición energética también es una carrera de inversiones. Nuestras vecinas Francia y Alemania ya están generando flujos de inversión muy potentes en redes, lo que debería, cuando menos, obligarnos a reflexionar.


Este texto ha sido elaborado por el Grupo de Análisis FAES tomando como base al diálogo “Redes eléctricas: la columna vertebral de la transición energética”.