El Consejo de Ministros aprobó hace unas semanas en segunda vuelta el Proyecto de Ley de Reducción de la Jornada Laboral, con el objetivo de reducir la jornada máxima legal a 37,5 horas semanales en cómputo anual, tras más de cuarenta años de vigencia del actual límite de 40 horas. El texto ha iniciado su tramitación parlamentaria y actualmente está en plazo de enmiendas por parte de los grupos parlamentarios. Sin embargo, el Gobierno no tiene garantizada la mayoría necesaria para su aprobación definitiva. Lo que se presenta como un avance histórico es, en realidad, una reforma de calado estructural nacida de una lógica de imposición del acuerdo PSOE-Sumar, con graves carencias y que no cuenta con el apoyo de los empresarios ni de la oposición. A diferencia de lo que transmite el Gobierno, esta reforma no es ningún clamor ciudadano ni empresarial. No suma, resta.
El proyecto, promovido como medida “estrella” por la vicepresidenta Yolanda Díaz, se sostiene en una narrativa de progreso que conecta con algunas demandas legítimas de conciliación, descanso y digitalización del trabajo. Regula un nuevo sistema de registro de jornada interoperable, refuerza el derecho a la desconexión digital y elimina el tratamiento diferenciado del tiempo parcial en el control horario. Son elementos que, sobre el papel, pueden ser beneficiosos para la protección de los derechos de los trabajadores. Sin embargo, detrás de esta propuesta hay una visión política de carácter intervencionista, unilateral y ajena al consenso que debería caracterizar una reforma tan relevante. Así, la reducción de la jornada laboral plantea los siguientes problemas:
– El primero de ellos no es tanto de contenido como de forma. Un Gobierno de coalición sostenido por una frágil mayoría y condicionado por partidos nacionalistas y radicales, ha decidido reformar la piedra angular del mercado laboral español sin el respaldo del principal partido de la oposición, sin diálogo con las organizaciones empresariales –como la CEOE o Foment del Treball– y con resistencias claras en su propio bloque de investidura. Junts ha expresado públicamente sus dudas y el PNV aún no ha fijado una posición clara. Partiendo de esta base, en la práctica la norma nace muerta y sujeta a los vaivenes partidistas. En un contexto global polarizado y fragmentado, España necesita generar certidumbre, seguridad jurídica e institucional, con marcos normativos fuertes, duraderos y favorables para atraer inversión y generar empleo. El planteamiento del Gobierno, alejado de un gran consenso con el Partido Popular, no deja de ser irresponsable.
– El segundo problema que genera este proyecto de ley es el posible impacto económico negativo para las empresas. Reducir la jornada sin tener en cuenta aspectos como la productividad o el ajuste salarial equivale a un aumento de los costes laborales. En un contexto de incertidumbre económica, con un problema generalizado de inflación y una productividad estancada, esta medida puede agravar la situación de las pymes, que son el corazón de la economía española y que ya operan con márgenes ajustados. Las grandes compañías podrán adaptarse –algunas incluso de forma pactada con sindicatos–, aunque se les generará también un perjuicio que podría impactar en la reducción de futuras contrataciones o incluso de plantillas.
– El tercer y principal problema (y que no soluciona este proyecto normativo) es la productividad. En España no se trabaja poco, se trabaja mal. Según un reciente análisis realizado por el Consejo General de Economistas de España, nuestro país es el quinto de la Unión Europea con menor aumento de la productividad real, retrocediendo en términos relativos, lo que evidencia “su incapacidad de mejorar sustancialmente y de manera continuada la eficiencia productiva”. Reducir la jornada no resolverá esa brecha mientras no se tomen medidas para abordar la productividad. De hecho, puede ampliarla. Para que trabajar menos sea sostenible, primero hay que trabajar mejor. Eso exige reformas estructurales: más inversión en formación, digitalización, innovación, tecnología y fomentar nuevas formas de trabajo más flexibles, aprendidas durante los años de la pandemia, como el teletrabajo.
Además de tener en cuenta el fondo de lo que se quiere reformar, es necesario también tener claro la forma de plantear una reducción de jornada laboral: en muchas empresas ya se está produciendo mediante acuerdos voluntarios a través de la negociación colectiva, sin necesidad de una imposición legislativa. Esa flexibilidad, adaptada a cada sector, a cada realidad productiva, es la que verdaderamente moderniza el mercado laboral.
Desde este punto de vista, la regulación que plantea el Gobierno de coalición tiene una clara visión ideológica (sesgada) que prioriza el interés político sobre la viabilidad económica. La regulación no es neutra: define un marco político y regulatorio concreto, condiciona decisiones empresariales y genera expectativas. Imponer por ley lo que debería ser fruto del acuerdo social no sólo erosiona la seguridad jurídica, sino que también transmite un mensaje preocupante: que el Gobierno está dispuesto a lo que haga falta con tal de consolidar una agenda política que es totalmente ajena a la realidad laboral que demandan las empresas y los trabajadores en España.
Por tanto, reducir la jornada no basta. Es necesario aumentar la productividad, reforzar la estabilidad jurídica y recuperar la cultura del pacto. Gobernar con reformas impuestas y sin mayoría suficiente es un mal síntoma para la democracia. Y es, también, un riesgo innecesario para el futuro del empleo en España.