Los bancos son un sector económico esencial. Cumplen la importante labor de proporcionar financiación a familias y empresas y canalizar los flujos de ahorro hacia proyectos de inversión productiva, favoreciendo la creación de empleo, el crecimiento económico y el progreso social. La evidencia empírica es contundente: a mayor desarrollo financiero de los países, mayores son los niveles de renta de que disfrutan los ciudadanos.
En España (y en general en Europa), los bancos desempeñan un rol especialmente crítico debido a su elevado peso en la estructura financiera nacional. En efecto, los bancos constituyen la principal fuente de financiación de los hogares y las empresas, en particular las de menor tamaño. Como dato ilustrativo, en 2024, los bancos proporcionaron nueva financiación a empresas y familias por valor de casi una tercera parte del PIB nacional.
No está mal insistir en el esfuerzo de transformación que los bancos han venido haciendo en los últimos años, que refleja los avatares de distintas crisis, el surgimiento de nuevas exigencias regulatorias y la consolidación de cambios estructurales, significativamente la digitalización. Ese esfuerzo ha dado sus frutos en términos de rentabilidad, eficiencia, solvencia reforzada y resistencia ante posibles perturbaciones.
Y conviene recordar que las crisis recientes, significativamente la pandemia de la covid-19 y la dana que afectó a la provincia de Valencia y otras zonas en octubre de 2024, han puesto sobre el tapete de manera muy clara la esencialidad del sistema bancario en momentos de máxima adversidad e incertidumbre.
Así las cosas, el impuesto a la banca aprobado en virtud de la Ley 7/2024 (que, recordemos, bebe de las fuentes del gravamen supuestamente temporal y de carácter no tributario impuesto a la banca en el año 2022 con el objetivo de contribuir a financiar las medidas aprobadas para paliar los efectos de la guerra en Ucrania) resulta difícilmente comprensible para el observador imparcial.
De entrada, es una cuestión de forma. El Gobierno decidió introducir el nuevo impuesto a la banca a través de una enmienda a un proyecto de ley que ya se encontraba en tramitación. Una forma de proceder a la que el Gobierno ya nos tiene acostumbrados, pero que no por ello deja de resultar de mal gusto.
Luego está una cuestión elemental, y es el diseño. El Gobierno ha venido esmerándose mucho en justificar la necesidad de gravar los “beneficios extraordinarios” que supuestamente han amasado los bancos como consecuencia del cambio de tono de la política monetaria a partir del año 2022. No se entiende, pues, que el impuesto grave los ingresos (esto es, el margen de intereses y comisiones) de las entidades financieras, en lugar de los beneficios (que por cierto ya están gravados por el impuesto de sociedades a un tipo comparativamente elevado del 30%).
Más allá de eso, el impuesto en cuestión plantea serias dudas que el Gobierno ha ignorado conscientemente en términos de equidad e igualdad de condiciones, y de seguridad jurídica, entre otras. Y poco parecen importarle, también, sus potenciales efectos negativos sobre la competencia, la capacidad de creación de reservas y la solvencia del sector bancario, sobre la concesión y el coste del crédito y su transmisión a la economía real, y en fin sobre las inversiones. Esas posibles consecuencias traspasan las fronteras nacionales, como bien advirtió el Banco Central Europeo (BCE) el pasado mes de diciembre, tras ser consultado por el Banco de España, al señalar que “puede dar lugar a una fragmentación del sistema financiero europeo y menoscabar la igualdad de condiciones en la unión bancaria[1]”.
Eso sí, el impuesto encaja perfectamente con la concepción demagógica, caduca y errática que el actual Gobierno tiene de la política fiscal. La cuestión es procurar nuevos ingresos a las arcas públicas –por la vía de machacar a impuestos a determinadas empresas que, de todos es conocido, no agradan al Gobierno[2]– para poder seguir gastando y atendiendo necesidades electorales. Qué más dará si el impuesto es discriminatorio, si expulsa inversiones y capital, o si distorsiona la actividad económica y daña nuestra capacidad competitiva.
Un último comentario: el impuesto a la banca resulta particularmente inoportuno teniendo en cuenta las transformaciones estructurales en marcha en estos momentos (específicamente la transición verde), que son muy intensivas en capital y que precisan de la movilización de importantes volúmenes de inversión, lo que requiere del concurso de la financiación bancaria.
En fin, el establecimiento de un impuesto como el que aquí nos ocupa va en dirección contraria a la reforma fiscal integral, orientada a la creación de empleo, el crecimiento empresarial y el crecimiento económico, que España necesita desde hace muchos años. Y desde luego tampoco parece una buena idea dado el deficiente estado de salud de nuestras cuentas públicas, marcadas por un déficit estructural que resulta comparativamente muy elevado y que necesariamente se agravará en el contexto de envejecimiento acelerado en que se encuentra inmersa la sociedad española, que, a nadie se le escapa, presiona fuertemente al alza el gasto en los capítulos sanitario y de pensiones.
[1] Dictamen del BCE de 17 de diciembre de 2024 relativo a un impuesto sobre el margen de intereses y comisiones de determinadas entidades financieras (CON/2024/41), accesible en https://eur-lex.europa.eu/legal-content/ES/TXT/PDF/?uri=CELEX:52024AB0041
[2] Como botón de muestra de la fijación del Gobierno con los bancos, recuérdese la propuesta lanzada por Pedro Sánchez en enero de 2018, antes de la aprobación de la moción de censura que le llevó a la presidencia del Gobierno, sobre un “impuesto extraordinario para que la banca sostenga el sistema público de pensiones”, que consideraba “justo” puesto que “los españoles contribuyeron con el sudor de su frente al rescate de la banca”. Una propuesta que meses más tarde concretaría la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, como parte de su plan para “buscar espacios fiscales nuevos”. El debate fue muy candente. Podemos incluso trató de apropiarse de la autoría de la iniciativa.