Del 10 al 13 de enero, Rusia mantendrá reuniones con Estados Unidos, la Alianza Atlántica y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). Las reuniones se desarrollarán tras las dos conversaciones telefónicas entre Joseph Biden y Vladimir Putin a raíz de la crisis de Ucrania (Rusia, por segunda vez en 2021 ha agrupado cerca de 100.000 soldados en su frontera occidental), y la información, procedente de la inteligencia estadounidense, de que Rusia prepara una invasión para comienzos del año 2022.
Sin embargo, la publicación de dos documentos –“proyectos de tratados”– que la Federación Rusa entregó a Karen Donfried, subsecretaria de Estado para Asuntos Europeos y Euroasiáticos de EE. UU. el pasado 17 de diciembre (un Tratado entre los Estados Unidos y la Federación de Rusia sobre garantías de seguridad y un Acuerdo sobre medidas para garantizar la seguridad de la Federación de Rusia y los Estados miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, con el objetivo de obtener “garantías de seguridad legalde los Estados Unidos y la OTAN”), se trata realmente de un ultimátum, porque el Kremlin sostiene que, si sus propuestas no se pudieran negociar diplomáticamente, Rusia tendría que recurrir a la acción militar.
Las propuestas de Moscú son las siguientes: 1) cese formal de la ampliación oriental de la OTAN (o sea, la garantía jurídica de que Ucrania y Georgia nunca se convertirán en miembros de la Alianza); 2) congelación permanente de la expansión de la infraestructura militar de la Alianza (bases y sistemas de armas) en los antiguos territorios soviéticos (lo que implicaría retirar todas las tropas y armamento estacionados en los países de la frontera oriental de la OTAN desde 1997), 3) cese de la asistencia militar occidental a Ucrania, y 4) prohibición de los misiles de alcance intermedio en Europa.
Las exigencias de Moscú ponen de relieve que su objetivo es la revisión del orden de seguridad europeo creado después del final de la Guerra Fría, para recuperar así el papel central de Rusia en el Continente, a expensas de la influencia de EE. UU. y de la relevancia de la OTAN.
La obsesión antioccidental de Rusia data de la Guerra Fría. El Kremlin ha tomado como pretexto ciertas iniciativas de la Alianza Atlántica para expresar su descontento (por ejemplo, el bombardeo de Serbia en 1999), y ha demostrado su resolución para impedir la ampliación de la Alianza hacia sus fronteras en los casos de Georgia en 2008 y Ucrania en 2014. La propia OTAN se lo puso en bandeja al Kremlin cuando, en 2008, prometió a ambas repúblicas exsoviéticas que un día serían miembros de la Alianza, sin aprobar antes un Plan de Mecanismo para la Adhesión (MAP) de estos dos países, y, obviamente, sin el compromiso de seguridad de la OTAN que implicaba dicha propuesta.
La ambición de Rusia de expulsar a los EE. UU. del orden de seguridad europeo y de socavar la solidaridad de la Alianza Atlántica alienta el impulso revisionista del Kremlin, al considerar que Rusia no ocupa el “el lugar que le corresponde en el mundo”, esto es, que no se le reconoce estatus de gran potencia ni, en consecuencia, el derecho a mantener “zonas de interés privilegiado” (sinónimo de las “zonas de influencia” que Stalin consiguió en los Acuerdos de Yalta en 1945), y que reclamó Dimitri Medvedev en 2008.
Occidente debería reconocer las legítimas preocupaciones de Rusia sobre su seguridad y defensa, aunque no sus ambiciones de conservar zonas de influencia que van en contra del principio de soberanía nacional de otros Estados, en detrimento no solo del Acta Final de Helsinki (1975) sino también de la Carta de la OSCE de París (1990), según la cual todos los Estados pueden determinar su propio destino. Moscú firmó ambas normas internacionales. De las propuestas de Rusia, deberían ser aceptadas para la discusión las conversaciones sobre medidas de transparencia militar y reducción de riesgos entre la OTAN y los contingentes rusos, así como las de reactivación de los mecanismos de consulta y líneas telefónicas directas entre las dos partes.
El desdén del Kremlin hacia la Unión Europea es obvio, y la ausencia de esta y de su Alto Representante Josep Borrell en las conversaciones es muy llamativa y refleja, una vez más, que la UE no es un actor estratégico.
El conflicto entre Rusia y Occidente será largo, pero, para obtener la credibilidad en la mesa de negociaciones, los occidentales no deben renunciar a la ultima ratio de defender militarmente sus posiciones diplomáticas. Nunca hubo otra manera de defender la libertad contra quienes apelan a lo mismo para conculcarla.