Mientras Pedro Sánchez se jactaba de haber conjurado un fantasmal peligro de que España retrocediera décadas, sus seguidores reunidos ante la sede socialista de la calle Ferraz gritaban “No pasarán”. Curiosa manera esta de erigirse en adelantado del futuro coreando el grito guerracivilista más acreditado. No es esta la única paradoja de unas elecciones que, por otra parte, el Partido Popular ha ganado. Los perdedores pasan por ganadores; se incluye entre el progresismo al nacionalismo separatista, identitario y etnicista y al mismo tiempo que la Justicia reactiva la orden de detención contra Puigdemont, el bloque de izquierda y nacionalista se dispone a cortejar al prófugo porque de su voluntad dependen las posibilidades de gobierno de Sánchez.
Estas circunstancias tendrán que irse decantando en un camino que empieza ahora y que con toda seguridad será largo y complejo. Por eso, la reacción de Alberto Núñez Feijoo ha sido la que puede reclamarse de un líder responsable, con sentido institucional y que actúa como lo que es, el vencedor en estas elecciones, asumiendo un compromiso que probablemente ni es cómodo ni tiene asegurado el éxito final.
Habrá que ver muchos números, pero parece claro que el PSOE ha conseguido movilizar a una parte de su electorado, lo que no le habría resultado posible sin un partido como Vox que ha representado con gran exactitud todo lo que los socialistas querían difundir para extender el miedo a una alternativa de gobierno. Ninguno de los errores e insuficiencias que quieran advertirse en la campaña del PP pueden igualar en sus efectos al papel desempeñado por Vox. La reacción agresiva y absolutamente acrítica de la dirigencia de este partido ante unos resultados que recortan nada menos que en 19 escaños su representación parlamentaria solo puede explicarse en la errática deriva de este partido, en su confusión estratégica y en la frustración creciente de un proyecto –no hay que olvidarlo– que surgió con el objetivo de sustituir al PP.
Los resultados alimentan la hipótesis de un nuevo gobierno Frankenstein con la adición necesaria del partido secesionista dirigido por un prófugo reclamado por la Justicia. Sánchez puede entender que el 23J legitima su política de alianzas y que, si esa nueva coalición resultara viable, entonces habría quedado habilitado para negociar sin límites en el mercadeo con los secesionistas. Semejante agregado solo podría significar que la izquierda española, con Sánchez al frente, rompe amarras de manera irreversible con todos los consensos fundacionales de nuestro sistema constitucional y pone en marcha un verdadero proceso destituyente que supondrá la disolución de la Constitución Española mediante una mutación constitucional amparada por el sesgo mayoritario en el actual Tribunal Constitucional. Sin duda, esa negociación incluye un mecanismo de efecto político equivalente a un referéndum de independencia en Cataluña y en el País Vasco.
Si llegara a producirse, esa sería la verdadera regresión constitucional y cívica de una España que, con sus energías absorbidas en deshacer un sistema de convivencia de un éxito sin precedentes, quedaría incapacitada para afrontar los grandes desafíos colectivos que van a condicionar decisivamente nuestro futuro. La desagregación constitucional se ha convertido en la clave del proyecto de poder de la izquierda para asociar a los secesionistas en una alianza orgánica. Tal vez los costes de este proceso destituyente –que ya estamos viviendo- no resulten inmediatamente visibles a sectores de la sociedad española que parecen más sensibles a otras apelaciones. Y así, mientras para unos estos costes no son perceptibles y por tanto los desechan, para los secesionistas sí son claros los beneficios de esa alianza con Sánchez, tan beneficiosa que sus electorados no dudan en salir al rescate del socialismo cuando ve que está en peligro la continuidad de su candidato real, Pedro Sánchez.
Ni el futuro institucional, ni el futuro económico y social pueden encontrar en esta nueva y vieja concertación Frankenstein la respuesta que requiere la efectiva gobernabilidad de nuestro país y la estabilización y el crecimiento de su economía, tras un periodo excepcional caracterizado por la intervención pública masiva y la barra libre de gasto público, deuda y déficit.
El Partido Popular tiene motivos para la decepción, pero no para el desánimo. Ha ganado, ha alcanzo 8 millones de votos, acumula poder territorial como nunca antes, domina el Senado con mayoría absoluta y cuenta con un líder, Alberto Núñez Feijóo, que está en condiciones de seguir sumando y que será la voz razonable en medio de la cacofonía de un bloque de izquierda que asume con naturalidad encomendarse a la decisión de un prófugo, responsable del mayor atentado contra la Constitución. El Partido Popular no está llamado al mero resistencialismo. Es la primera fuerza política, con diferencia respecto al PSOE, y puede ofrecer a los españoles una propuesta que Núñez Feijóo tendrá la oportunidad de detallar, con ambición, en el proceso de investidura. Y si los españoles son llamados de nuevo a las urnas en los próximos meses, el Partido Popular estará preparado. Es tiempo de serenidad, coherencia y patriotismo.