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Sobre el poder de decidir

En septiembre de 2002 el lehendakari Ibarretxe pronunció un discurso ante el Parlamento autonómico, en el que defendió el derecho a decidir del pueblo vasco.

Profesor Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada

 

En septiembre de 2002 el lehendakari Ibarretxe pronunció un discurso ante el Parlamento autonómico, en el que defendió el derecho a decidir del pueblo vasco. Desde entonces no hemos hecho sino profundizar en la crisis jurídico-política que tal reivindicación inauguró. Once años después, en enero de 2013, el Parlamento de Cataluña aprobó una declaración de soberanía en la que también se sostuvo el derecho a decidir, ahora del pueblo catalán. Como el submarinista que se adentra en las profundidades del mar y, al perder la orientación, se sumerge más y más hacia el fondo en la creencia de que está emergiendo hacia la superficie, así nos ocurre a nosotros. Nos encontramos completamente desorientados en un mar de problemas. Para salir de ellos y emerger a la superficie necesitaríamos poseer cierta claridad de ideas con la que podríamos enfrentarnos a la confusión conceptual que preside nuestra vida política.

Pondré un par de ejemplos de tal confusión. Se defiende el derecho a decidir de un pueblo con base en su legitimidad democrática, pues lo democrático es que el pueblo decida, por lo que tal derecho no es sino expresión de la voluntad de ese pueblo. En realidad no se defiende el derecho a decidir, sino el poder de decidir. La voluntad del pueblo se justifica porque es una voluntad democrática, pero tal argumentación es tautológica, pues decir que la voluntad del pueblo es democrática no es decir nada nuevo, sino sólo que la voluntad del pueblo es la voluntad del pueblo. Además a esta manera de argumentar se añade una segunda confusión al considerar que el derecho no puede ahogar esa voluntad, sino sólo darle cauce, por lo que se concibe el derecho completamente supeditado a esa voluntad popular. Este planteamiento comporta tres problemas, primero, ¿cuál es el acto por el que un pueblo es un pueblo?; segundo, ¿en qué se fundamenta la voluntad de un pueblo? y, tercero, ¿el derecho depende de la voluntad de un pueblo o más bien esa voluntad sólo adquiere realidad por medio del derecho?

Contestaré brevemente. Un pueblo como tal deviene como cuerpo político colectivo por el acto de asociación, por el contrato o, podríamos decir, por la Constitución. En nuestro caso, la Constitución de 1978 instituye un pueblo como pueblo soberano, el pueblo español en el que reside la soberanía, aunque no al margen de la Constitución, sino sometido a ella. Esta es la razón de que el cuerpo político instituido haya de actuar siempre dentro de los márgenes establecidos por el Estado de derecho.

Un pueblo no se funda como cuerpo moral de manera arbitraria, sino que ha de hacerlo de forma fundamentada, en tanto que hay razones en las que apoyarse para justificar que cada uno de nosotros se ponga bajo la dirección de la voluntad general. Sólo se legitimaría tal institucionalización si se cumplen tres requisitos: la protección de la vida y las posesiones; la consagración de la autonomía normativa y, finalmente, la transformación en libertad política de nuestra capacidad de libertad.

Finalmente, si se defendiera que el derecho depende de la voluntad de un pueblo concebido en términos naturales, tal y como se comprende el derecho a decidir, no podría sostenerse, a su vez, un respeto escrupuloso por el Estado de derecho, pues tal respeto sólo puede darse si el derecho no está a disposición de ninguna voluntad. El derecho ha de entenderse como el medio en el que la voluntad popular puede ejercerse, por lo que queda, al mismo tiempo, limitada por él.

La conclusión parece evidente. No cabe el derecho a decidir al margen de lo dispuesto en el Estado de derecho, aunque sí puede existir el poder de decidir. Esperemos que estas diferencias no se diluciden en el terreno en el que el poder desnudo las resuelve.