El asesinato de Mónica Spear y Henry Berry el pasado 6 de enero en una carretera de Venezuela prorrumpió en los medios de comunicación con características de novedad noticiosa; pero la deplorable realidad nos habla de un hecho usual en la cotidianidad de los venezolanos. El perfil de los jóvenes asesinados determinó que trascendiera las páginas de sucesos locales. Un diario alemán tituló: “La violencia consigue una cara”. Con esa pareja salieron del anonimato miles de víctimas. ¿Por cuánto tiempo el bello rostro inculpador se mantendrá exigiendo castigo a los ejecutantes y a los responsables políticos del crimen?
«Alejandro Arratia es analista político
El asesinato de Mónica Spear y Henry Berry el pasado 6 de enero en una carretera de Venezuela prorrumpió en los medios de comunicación con características de novedad noticiosa; pero la deplorable realidad nos habla de un hecho usual en la cotidianidad de los venezolanos. El perfil de los jóvenes asesinados determinó que trascendiera las páginas de sucesos locales. Un diario alemán tituló: “La violencia consigue una cara”. Con esa pareja salieron del anonimato miles de víctimas. ¿Por cuánto tiempo el bello rostro inculpador se mantendrá exigiendo castigo a los ejecutantes y a los responsables políticos del crimen?
Quienes aprietan el gatillo alegremente tienen que pagar sus crímenes. El argumento de que son resultado “del deficiente funcionamiento social” –aunque relativamente cierto– es muy peligroso, connota justificación conducente a la impunidad. En un país donde sólo 3 de cada 100 asesinatos llegan a juicio, la falta de castigo constituye uno de los factores de mayor peso en la desaparición de la seguridad. También es imperativo el señalamiento al régimen, pues no cumple la obligación de garantizar los derechos ciudadanos; al contrario, siempre ha pregonado “comprensión” por el robo y estimula diariamente el odio entre los diversos sectores.
Resultados a la vista. En 1999 –al final de ocho períodos continuos de gobiernos democráticos– la contabilidad oficial de homicidios ascendió a 5.868. En el 2013 se produjeron 24.763 muertes violentas –tres a la hora, una cada 20 minutos–, que se unen a la trágica suma de 200.000 en catorce años de autoritarismo. La tasa de homicidios, 79 por cada 100.000 habitantes, es una de las mayores del planeta. Los datos los suministra el Observatorio Venezolano de la Violencia, porque diciembre de 2003 fue el último año en el que se pudo tener acceso libre a la información sobre criminalidad y delito.
Los “toma y dame” de las estadísticas pueden, con sobrada razón, ser o parecer obscenos si la controversia versa sobre la vida y la muerte. Es cierto, cuando se ha llegado a tales grados de deshumanización e ignominia confrontamos una disyuntiva moral no numeral; pero cifras y comparaciones del terror en Venezuela, con su pasado inmediato y con el comportamiento de la violencia en Latinoamérica y el mundo, constituyen un recurso imprescindible para combatir la mentira gubernamental, tanto como las campañas del progresismo, y llevar a las personas más desprevenidas informes cotidianos que, por dantescos, resultan inverosímiles.
Discursos oficiales altisonantes y “comisiones” dejan inalterable la regularidad de los asesinatos: la proyección amenaza con superar los 24.763 del 2013. A esos escandalosos niveles se llegó gradualmente; no reflejan estallido bélico ni catástrofe natural. En los 90 el índice fue de 13 homicidios por cada 100.000 habitantes; en el 2009 se elevó a 49; en 2012 a 56. El gobierno tiene el récord de veinte planes de seguridad en tres lustros. Vuelven a lo mismo, la parafernalia y las promesas de que “ahora sí tomaremos medidas radicales”. El bando de mayor envergadura, culpar a las telenovelas de la violencia. No hay esperanza.
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