El pasado 20 de marzo, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, anunciaba la suspensión del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) para que, según dijo en la propia rueda de prensa, los países pudieran gastar libremente en función de sus necesidades. El PEC es uno de los pilares sobre los que se construye la viabilidad y la sostenibilidad de la Unión Europea y más importante aún entre los países que compartimos moneda, puesto que es una herramienta esencial en la consecución de los objetivos de la Unión Monetaria y muy singularmente para que el euro tenga el mismo valor en todos los países que lo comparten. En consecuencia, una medida de tal calado requiere una cierta reflexión.
La declaración de suspensión de Von der Leyen sobre el cumplimiento de las obligaciones derivadas del PEC para el año en curso, en cierto modo, era obligada. Los países de la UE están afrontando consecuencias económicas inéditas y en todo caso inciertas, pero con una magnitud muy significativa que, con certeza, acarrearán disminuciones de ingresos públicos, a las que además hay que sumar los aumentos del gasto derivados de las propias necesidades sobrevenidas del sistema sanitario y de los gastos debidos a la puesta en marcha de los esquemas de ayudas que ya se han anunciado en muchos de los países europeos. En definitiva, los programas de estabilidad para este año y seguramente para los años venideros han quedado en papel mojado. La dignidad del acuerdo requería una acción preventiva. La cuestión es saber si las formas y, más en concreto, el escaso arropamiento de la medida con otras que salvaguarden el espíritu del PEC han sido una medida adecuada o no.
El PEC siempre ha estado herido de credibilidad. A comienzos de siglo XXI, Alemania y Francia, con sus reiterados incumplimientos, inculcaron al resto de europeos la idea de que era eludible y así lo entendieron casi todos los países de la Unión. Sirva como ejemplo España, que lo ha incumplido durante más de diez años consecutivamente y, por lo que ya sabíamos antes de la explosión del coronavirus, la idea del gobierno no pasaba por cumplirlo tampoco este año. Sin embargo, el PEC es un pilar esencial en el funcionamiento de la Unión y en la supervivencia del euro. Su mera existencia representa un elemento de estabilidad económica y financiera y un mecanismo para la progresiva eliminación de shocks asimétricos.
La Comisión Europea ha publicado la revisión del marco de gobernanza fiscal de la Unión este mismo mes y ha concluido que las reglas presupuestarias han sido efectivas en la reducción de déficits excesivos, aunque subraya que la política fiscal ha sido demasiado pro-cíclica, y que la consolidación se hizo en gran parte vía una reducción drástica de la inversión. La Comisión subrayó también que las reglas son demasiado complejas y poco predecibles. Finalmente, la Comisión considera que las reglas no tienen suficientemente en cuenta el estado de la economía del conjunto de la Eurozona. Sorprende, por tanto, que inmediatamente después de esta evaluación, que anunciaba todo un programa de reforma de la gobernanza fiscal europea, se proceda simple y llanamente a su suspensión incondicional. Parece que la Comisión ha renunciado a la posibilidad de formular y coordinar una política fiscal de la Eurozona. Y ese es precisamente el problema.
La decisión de la Comisión Europa de suspender el PEC sin más, sin que detrás haya una acción fiscal coordinada, no es la respuesta que necesitamos ni que esperamos los que confiamos en el proyecto europeo. No es lo que se espera de una Unión que sigue manteniendo entre sus lemas “Más Europa”. Es todo lo contrario. Es una versión que ya se intentó sin éxito en 2008 y que se puede resumir en “que cada palo aguante su vela”. Y que acabó en la fragmentación de los sistemas financieros; la activación del círculo vicioso riesgo soberano-riesgo bancario; el ensanchamiento de las primas de riesgo; y, finalmente, las dudas sobre la supervivencia de la unión monetaria y de la propia UE. Crisis del euro que solo terminó cuando se apostó decididamente por completar la unión bancaria y avanzar en la unión fiscal. Y cuando el BCE declaró enfáticamente que haría “todo lo que fuese necesario”.
Además del balance del BCE, tenemos instrumentos como el MEDE o el BEI para poder insuflar recursos comunes en una situación de emergencia europea como la que vivimos. Podemos incluso poner sobre la mesa un instrumento de deuda con el riesgo mutualizado, una facilidad de estabilización macroeconómica europea financiada con la emisión de los tan debatidos eurobonos, ¿si no ahora, cuándo? Podemos hacer muchas más cosas que simplemente dejar en suspenso uno de los pilares de la Unión. Si el mensaje que recibimos de la Unión Europea es que ni siquiera en estas circunstancias somos capaces de poner en marcha un proyecto común, quizás el proyecto europeo no merezca la pena. No nos quejemos luego de su falta de apoyo popular.
La suspensión “a secas” del PEC pone en riesgo a la moneda común y deja a cada uno de los Estados miembros al albur de sus decisiones y de sus capacidades actuales. Lo que necesariamente aumentará las desigualdades entre los países europeos y, probablemente, aboque a alguno de ellos a situaciones de estrés financiero como ya ocurriera en el pasado reciente. De la Unión Europea esperamos más, mucho más.
Finalmente, un último comentario. Si los países llegan a este momento con distintas capacidades es porque algunos han mantenido sus cuentas saneadas y ahora tienen más margen para gastar. Desgraciadamente, no es el caso de España. Quizás sea un buen momento para recordar que mantener las cuentas en equilibrio tiene más de prudencia que de austericidio, de solidaridad intergeneracional que de fundamentalismo fiscal.