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¿Todos son iguales?

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Anotaciones FAES 19

Hay manchas indelebles: esa gota de salsa que no se va con nada. Y hay quien, en situaciones desesperadas, opta por remedios heroicos: pongamos, por extender la mancha a toda la corbata y fingir que va de estreno.  En política el procedimiento es muy conocido; debemos a don Antonio Maura su descripción más expresiva: “poner la turbina en la cloaca”. Hoy decimos: “poner el ventilador”.

Es lo que hace el Gobierno al verse acorralado por evidencias que convierten el ‘caso Koldo’ en el caso PSOE. Cada comparecencia parlamentaria sigue la misma pauta: oponer a preguntas perfectamente lícitas insidias prefabricadas, hechos deformados o discursos intimidatorios, con la esperanza de que el espectador imparcial piense: “todos iguales”. El riesgo de convertir el debate político en crónica de sucesos y la tribuna parlamentaria en patio de vecindad lo asumen los socialistas porque, a estas alturas, consideran un éxito trasladar a la opinión pública la impresión de “empatar” a escándalos. Esta táctica del PSOE -estercolar el debate político- es el mejor abono para los populismos y la antipolítica.

Y no. Ni “todos son iguales”, ni la oposición debe abdicar de su tarea fiscalizadora, ni la corrupción en España es un fenómeno sistémico que haya terminado por devorar el Estado. El tratamiento de cualquier problema político depende de la justa apreciación de sus dimensiones. En política, minimizar o magnificar es mentir. Para algunos, parece que la corrupción fuera un problema de pulmones y se solucionara promoviendo a los que más gritan. Sánchez gesticula y amenaza cuando habla de corrupción, pero ¿qué hace contra ella? 

Combatir la corrupción no consiste en hacer discursos. Un demagogo tiene suficiente con escandalizarse. Un político se pone manos a la obra. Y, en esto, definitivamente, “no son todos iguales”. Durante el último ciclo de gobierno popular se aprobó un paquete de medidas sin precedentes para combatir y perseguir la corrupción. Fue un gobierno del PP el que: tipificó como delito la financiación ilegal de los partidos políticos; agravó las penas de los delitos relacionados con la corrupción; creó una Oficina de Recuperación de Activos para recuperar los bienes que el corrupto esté obligado a devolver; prohibió que los bancos condonen deudas a los partidos políticos; obligó a los partidos a presentar sus cuentas anuales al Tribunal de Cuentas; y aprobó, por unanimidad en el Congreso, reformas limitativas del ejercicio de la gracia de indulto. Sin contar otras reformas sobre fraude fiscal, prevención del blanqueo de capitales, regulación del ejercicio del alto cargo… En cinco años un gobierno popular promovió cambios legislativos inéditos en 21 años de mandatos socialistas.

Los españoles tienen una postura mucho más sensata que la de tantos políticos erigidos en censores selectivos de la deshonestidad del adversario. Sencillamente, no toleran ni el fraude ni el nepotismo. Venga de donde venga y afecte al partido que afecte. Por eso siempre es preferible la reacción institucional a la reacción demagógica. Y llevar al ordenamiento jurídico toda medida que sea eficaz para perseguir comportamientos que tienen que ver antes con la naturaleza humana que con la filiación política de quienes incurren en ellos.

Existe una ciudadanía que no ha perdido su resorte moral. Si los españoles son exigentes con su clase política, es porque España no está envilecida. Lo que debe preocuparnos es dar respuesta y cauce a esa exigencia. Un dirigente político a la altura de la situación depura responsabilidades en su partido y asume las suyas ante las Cámaras. No usa ningún “ventilador” ni responde con imputaciones falsas; mucho menos, prevaliéndose del poder que ostenta para poner las instituciones al servicio de bajos intereses partidarios.

“Señorías […] la democracia tiene un enemigo llamado corrupción, y ese enemigo debe ser común a todos los partidos democráticos. Demasiadas veces, señorías, unos y otros hemos cometido el error de pensar y decir que la corrupción es solo un problema del adversario […]”. Son palabras de Sánchez en su investidura fallida de 2016. Como todas las suyas, caducaron nada más ser pronunciadas. Juzgar a Sánchez, en esto como en todo lo demás, es tener en cuenta hechos, no discursos. La expresión ‘flatus vocis’ pareciera inventada para definir los suyos.

Y en el terreno de los hechos sanchismo y lucha contra la corrupción son conceptos antitéticos. Donde el PP había endurecido el reproche penal de conductas corruptas, el sanchismo rebaja la malversación a la medida de sus cómplices de mayoría; para acabar por indultarla cuando conviene y a quienes le conviene: a la “casta política” que puede votarle investiduras y presupuestos. A cualquier precio; por ejemplo, entrando en conflicto con la Comisión Europea, que solicita a los Estados miembros unificar criterios para que las infracciones referidas a malversación, tráfico de influencias y cohecho se castiguen con penas de cárcel de una duración máxima de, al menos, cinco años.

Esto, en España, supondrá endurecer, en el caso de la malversación, los dos tipos atenuados creados en la última reforma penal. Primero se indultó a los socios malversadores; luego se deformó el Código para rescatar a los que quedaban con imputaciones vivas; y por fin se amnistiará a todos. Después será cuando toque volver a subir las penas para el común de los mortales que no cierran acuerdos de gobernabilidad con Pedro Sánchez; siempre dispuesto a combatir la deshonestidad “caiga quien caiga” … del otro lado.

En la lucha contra la corrupción el único rasero que cuenta es el de la respuesta eficaz, legislativa. Aquí, el Partido Popular no necesita recurrir al “y tú más”; puede decir con toda calma: para combatir la corrupción “nosotros más”, “nosotros hacemos mucho más”.