Decía el que fuera secretario de Defensa con George Bush hijo, Donald Rumsfeld, que el camino de las averiguaciones tiene tres etapas: “sabemos lo que sabemos, sabemos lo que no sabemos, no sabemos lo que no sabemos”.
Si lo aplicamos a la victoria de Donald J. Trump en las elecciones presidenciales americanas que han tenido lugar el 5 de noviembre del año 2024, y comenzando por el principio, sabemos que, en efecto, él ha sido el ganador. Sabemos, porque él mismo lo pregonaba, que esa victoria le ha ahorrado la obligación de no tener que reconocer su derrota, como ya hizo en 2020. Sabemos, en consecuencia, que en esta ocasión no necesitaba montar un golpe de Estado contra el sistema constitucional para obtener por la violencia lo que los electores pacíficamente no le habían otorgado.
Sabemos también que quiere ser el presidente americano que más emigrantes ilegales haya expulsado nunca del territorio de la Unión. Sabemos que quiere proseguir la política de aranceles que ya empezó en su mandato entre 2016 y 2020 aumentando sus porcentajes de manera significativa, en especial frente a los productos procedentes de China y de la Unión Europea. Sabemos, porque él mismo lo confiesa, que tiene a Putin por amigo y que él sabe cómo acabar con la guerra de Ucrania en pocas horas. Sabemos que quiere bajar los impuestos, luchar contra la inflación y poner a los Estados Unidos en el centro de sus ocupaciones y tareas. Sabemos sus lemas: “America First” y “Make America Great Again”.
Sabemos que no sabemos cuántos son los emigrantes que piensa expulsar, porque los expertos hacen oscilar el numero entre 15 y 25 millones. Sabemos que no sabemos cuáles serán los porcentajes aplicados a los nuevos aranceles y si el recién elegido presidente no descarta comenzar con ellos una poderosa guerra comercial. Sabemos que no sabemos cuáles son los términos que llevarían a una rápida paz entre Rusia y Ucrania y si su proyección consistiría en entregar la mitad del territorio que Kiev gobierna a los que gobiernan desde Moscú. Sabemos que no sabemos lo que piensa hacer con la OTAN, a la que en su primer mandato calificó de “organización obsoleta”. Sabemos que no sabemos si, como afirmó en la campaña electoral, los emigrantes que viven en Springfield tienen por costumbre comer perros y gatos.
No sabemos lo que no sabemos, al menos todavía: ¿procederá el nuevo presidente a la aplicación estricta de sus promesas electorales, aun a costa de romper de manera significativa los lazos que han unido y todavía siguen uniendo a los Estados Unidos de América con el conjunto de las naciones democráticas en Europa y en el resto del mundo? ¿Tiene como objetivo Donald J. Trump el transformar por completo la configuración interior y exterior de los Estados Unidos tal como el país se fue articulando desde 1945 como bastión de la libertad y de la constitucionalidad democrática? ¿Estima urgente la reconversión de una nación que en siglos ha tornado su origen en un modelo de diversidad integradora, en una nueva república donde predominen el color blanco y el sexo masculino?
Claro que en el torrente de preguntas que la situación suscita surgen otras que, con la misma regla, son especialmente pertinentes. Sabemos que no sabemos cómo fue posible que las encuestas arrojaran la pobre veracidad cuando, tras afirmar que todo era una carrera muy igualada, el vencedor por varios largos ha sido Donald J. Trump. Sabemos que no sabemos cuáles son los elementos esenciales de su éxito en términos de edad, sexo, color o situación social y económica. Sabemos, o deducimos, que Kamala Harris y los demócratas se han equivocado en la descripción y puesta en marcha de su campaña, pero no sabemos en realidad si no tuvieron tiempo para hacerlo de otra manera o si, por el contrario, como dicen los adictos al trumpismo ganador, se han convertido simplemente en los abanderados de la revolución “woke”, del derecho al aborto y de la iluminación “trans”.
En definitiva, no sabemos lo que no sabemos: ¿introducirá Trump en la vida nacional e internacional un baremo de comportamiento radicalmente diferente y profundamente opuesto al que desde el final de la II Guerra Mundial, con todos sus errores y ambigüedades, ha introducido en el universo mundo, y por impulso de los Estados Unidos de América, un notable parámetro de paz y estabilidad fundadas en la libertad política y económica? Porque no sabemos cosas que seguimos sin saber y sería necesario ir averiguando. Por ejemplo, ¿es consciente el pueblo americano del momento actual lo que puede suponer el haber concedido la presidencia del país a una persona considerada por la justicia del país como un delincuente convicto y confeso, a un individuo capaz de organizar un golpe de Estado –como el que tuvo lugar en Washington el 6 de enero de 2021 para intentar retener ilegalmente el poder que los votantes le habían retirado–, a una persona de cortas luces intelectuales y pocas, si alguna, de tipo moral interesada en exclusiva en la promoción y ganancia de su propio poder? ¿O es que, desde la otra orilla, no hemos llegado a saber que Kamala Harris no dejó de ser desde el primer día de su candidatura a la presidencia lo que los castizos malintencionados llaman un(a) pato(a) cojo(a)?
Claro que, entre tanto, sepamos lo que sepamos o lo que ignoramos, es de norma imprescindible el mantener relaciones diplomáticas normales, abiertas al diálogo y a la negociación, conducidas por los términos consuetudinarios conducentes al mantenimiento de la paz, la estabilidad y la prosperidad, tal como predican los textos de las Naciones Unidas o del Acta Final de Helsinki. Pero sin olvidar lo ya aprendido y nunca olvidado, aunque en esta ocasión insuficientemente sabido: no hay progreso sin democracia, no hay prosperidad sin libertad, no hay justicia sin verdad. Todo lo demás es travieso y, seguramente, locura. Claro que Trump a lo mejor decide cambiar de propósitos y volver a la verdadera fe. No sabemos lo que no sabemos, y ello es una de las cosas que ignoramos. Pero no desdeñemos nuestras propias convicciones para intentar conseguirlo. Aunque el nuevo presidente de los Estados Unidos no quiera seguirnos en el camino.
Javier Rupérez, embajador de España en EE. UU. (2000-2004). Miembro del patronato de FAES
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