Donald Trump accedió a la presidencia de los Estados Unidos en 2017 con un partido roto. Había ganado las primarias republicanas de 2016 aupándose sobre la fragmentación del Partido Republicano. El propio Mike Pence, quien luego sería su vicepresidente, había sido antes su rival en la campaña por la nominación del GOP. En el Congreso, mismo panorama: los presidentes de ambas cámaras eran críticos con él. Y del último presidente republicano hasta ese momento, George W. Bush, se dice que comentó, tras escuchar a Trump hablar de la “carnicería estadounidense” –en referencia a su política exterior–: “Vaya mierda más rara”.
Hoy, Trump es líder incuestionado de su partido. Con énfasis en el posesivo “su”. La antigua disidencia interna o se ha resellado o se ha marchado o se ha pasado a los demócratas, o se ha hecho independiente. Durante estos años hemos visto a referencias conservadoras clásicas, de mucho predicamento en el universo republicano, como George F. Will, denostar la deriva populista del partido e incluso anunciar su abstención o su voto por Biden. El expresidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, dejó el Congreso en 2018, dos años después de que Mike Johnson, el actual presidente, fuera elegido por primera vez, junto a Trump. El próximo líder de la mayoría republicana en el Senado sin duda será más incondicional de Trump que Mitch Mc Connell. Trump se ha asegurado una plataforma para el despliegue de su personalidad política con pocos o ningún contrapeso interno en el partido.
El potencial del trumpismo, hay que reconocerlo, viene de abajo. Los partidos estadounidenses tienen más de maquinaria electoral que de campamento permanente y por eso suelen ser comparados a vastas coaliciones en que ingredientes muy diversos permanecen en continua ebullición. Cada convocatoria encuentra esa amalgama ahormada de forma distinta; no son las ejecutivas partidistas quienes cocinan programas y posiciones de fondo, sino un complejo tejido de influencias mediáticas, corporativas y culturales, más o menos atentas a las corrientes de fondo de una sociedad muy dinámica. En el lado republicano todo eso ha resultado en una transformación en dirección nacional-populista. Las corrientes dominantes en la derecha americana apuntan ahí, y la sociología electoral nos habla de un trastoque de perfiles en los electorados. Si en 2016 Trump experimentó la pérdida de un voto urbano, supuestamente “sofisticado”, la compensó captando mayorías de votantes blancos sin título universitario e independientes descontentos hasta entonces refugiados en la abstención. Sin embargo, ahora, parece comprobado que ha logrado atraer, también, electores jóvenes, hispanos y afroamericanos.
Se ha desatado un torrente editorial que intenta dar cuenta de un fenómeno desafiante para muchas convenciones. Sin duda, habrá que esperar todavía para deducir conclusiones asentadas. Pero no es dudoso que uno de los ingredientes de la explicación tendrá que atender a la personalidad de Trump. En la época de la cultura del espectáculo, de lo audiovisual, de las redes sociales, de la fragmentación del espacio público, un estilo de desinhibición brutal, de descaro desafiante, de “gamberrismo” de derecha, es percibido por muchos como la respuesta más adecuada a la pontificación progre, volcada en solemnizar con aburrida gravedad disparates incompatibles con la moral social mayoritaria. Sus votantes perciben a Trump como la encarnación del reproche a un “sistema” corrupto; y a su retórica, como una suerte de autenticidad cínica, cómicamente atroz, frente a la hipocresía woke que, en América y durante esta campaña, se había hecho particularmente indigesta.
En 2016, Trump prometió restaurar la industria manufacturera estadounidense mediante duros acuerdos comerciales, preservando al mismo tiempo la Seguridad Social y Medicare. Proteccionismo y abandono de la “ortodoxia fiscal”. También cargó contra la política de George W. Bush en Irak y Afganistán, adoptando posiciones de poco meditado repliegue. Aislacionismo. Toda una rectificación de fondo respecto del consenso republicano desde la finalización de la presidencia de Reagan, en 1989.
El viraje no fue entonces completo, de todas formas. Para su nominación, Trump también hizo en 2015 concesiones al republicanismo “clásico”: asumió las tesis de la Sociedad Federalista en materia judicial, anunció “políticas de oferta” para la reducción de impuestos y la desregulación comprometida en su programa, proclamó su compromiso con la defensa del Estado de Israel, y enfatizó su apoyo a los derechos garantizados en la Segunda Enmienda.
Pero en 2024 el manifiesto republicano es ya –incluso tipográficamente– otra cosa. Trump lo ha comprimido en viñetas, con abuso de mayúsculas y signos de exclamación. Con pocos rastros de los compromisos asumidos por el republicanismo histórico tras la Guerra Fría. Ese programa propone aranceles globales como medida de protección de la industria nacional y como recurso para aumentar los ingresos. Se da un margen total, pero ninguna pista, en la aproximación de la nueva Administración al logro de “resoluciones pacíficas” a las guerras en Ucrania y Oriente Medio y a la tensión en el Indo-Pacífico.
En realidad, el manifiesto republicano de 2024 asume posiciones tradicionales demócratas en materia de comercio y política exterior, dejando poco espacio a un rival que ha optado por el radicalismo de izquierda. Parece obvio: los demócratas han jugado un rol decisivo en la victoria de Trump. Su lenidad con el desorden social, su preferencia por la “equidad” frente al mérito, la ideología de género y la exacerbación de las “políticas de identidad”, el discurso open borders, y la censura aparejada a la promoción de la cultura de la cancelación han contribuido a la fuga de votantes hispanos, afroamericanos y de clase trabajadora, apegados a valores más conservadores o simplemente hastiados de un cóctel ideológico que perciben intuitivamente –con razón– como más propio de snobs de renta alta. Un radical chic muy pasado de rosca y nada atento a los problemas que tienen que enfrentar todos aquellos para los que la inflación, la inmigración ilegal y la incompetencia de la Administración saliente son problemas más apremiantes que la emancipación queer y la autodeterminación de género. No ha sido una elección ajustada, como se vaticinó. Ahora le tocará al nuevo presidente no incurrir en un error muy habitual: malinterpretar su mandato. Porque sería un error interpretar esta victoria clara como un respaldo incondicional a su personalidad y a su manifiesto electoral. Trump ha contado demasiado con un voto de oposición y hartazgo como para confundir sufragios con avales. Haría bien dejándose orientar por la prudencia para abordar los grandes retos de la nación: contener la inflación, mejorar el mercado laboral, garantizar fronteras seguras y trabajar por una paz internacional asentada en el respeto a las reglas y en la disuasión de los enemigos de la libertad y de la democracia –de los Estados Unidos– en todo el mundo. Sería fraudulento, peligroso e irresponsable que el presidente de los Estados Unidos volviese a la presidencia confundiendo, de nuevo, la Casa Blanca con la residencia de un outsider.
Vicente de la Quintana, coordinador de FAES
ANÁLISIS RELACIONADOS:
Trump en la Casa Blanca: preguntas sin (fácil) respuesta