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EDITORIAL FAES | Un esfuerzo largo y costoso

Lo peor está por llegar. La valerosa resistencia de los ucranianos y la reacción de Estados Unidos y de la Unión Europea espoleada por el sacrificio de los agredidos y el histórico giro de la posición de Alemania han situado a Putin ante un escenario que no tenía descontado. Pero Putin no puede permitirse una derrota en Ucrania, ni siquiera un empantanamiento de la situación militar. De ahí que tenga que redoblar su apuesta ofensiva -como lo está haciendo- y asuma la guerra en las ciudades con un coste altísimo en vidas y destrucción. Está ocurriendo ya y va a intensificarse. Lo que vamos a recibir de Ucrania son imágenes cada vez más sangrientas que confirman la monstruosidad de una agresión con la que Putin quiere hacer saltar el orden internacional de la posguerra -o lo que queda de él-, revertir el colapso de la Unión Soviética y asestar un golpe definitivo al proyecto de integración europea.  Enarbolar la amenaza nuclear es, por el momento, una estrategia propagandística que busca hacer mella en una opinión pública occidental que, para sorpresa de Moscú, se ha alineado firmemente detrás de las posiciones más firmes frente a la agresión rusa. El uso del arma nuclear es una amenaza que no solo cuestiona la determinación occidental en este conflicto, sino que constituye una prueba para el propio liderazgo de Putin. Si él no es consciente de lo que supondría utilizar ese recurso, es seguro que otros, dentro de la jerarquía rusa y sus Fuerzas Armadas sí lo saben.

Persistir en la aplicación de las sanciones, en la ayuda militar a Ucrania, en la gestión del flujo de refugiados -que va a aumentar- y no titubear en el camino que se ha emprendido, es esencial. Pero la evolución del conflicto -caracterizada por el aumento de víctimas, los ataques a objetivos de población civil, la destrucción de infraestructuras y, en suma, el salto hacia un nivel de violencia y destrucción absolutamente inaceptables- va a plantear nuevas exigencias en la respuesta occidental. Nosotros los europeos -afortunadamente- también hemos emprendido un camino sin retorno que no ofrece ya espacio para la contemporización o el espejismo de soluciones diplomáticas inmediatas. Los países fronterizos de Rusia ya están proponiendo que se corten las compras de combustible y plantean que Europa tire de sus reservas de gas para pasar el invierno. Por otra parte, la evolución de las operaciones pone de manifiesto la carencia de una fuerza aérea en Ucrania que pueda actuar frente al despliegue militar ruso y que algunos drones facilitados por Turquía no van a remediar. Por tanto, habrá que apurar las posibilidades de ayuda militar sin cruzar la línea del envío de tropas de combate. El hecho de que Ucrania no sea miembro de la OTAN hace que, en efecto, no entre en juego el artículo 5 que establece los deberes de seguridad colectiva de los miembros de la Alianza, pero ello no impide ensanchar la asistencia militar a un Estado que está ejerciendo eso que la Carta de la ONU define como el “derecho inmanente a la legítima defensa”.

En lo que se refiere a España, hay que animar al presidente del Gobierno a que siga rectificando, -única garantía de acierto gubernamental a la que debemos aferrarnos- y que esa rectificación llegue a la aplicación eficaz de las sanciones -que son responsabilidad nacional y que tiene precedentes poco edificantes en el caso de Venezuela– y a la reconsideración de la política energética, alejándola del dogmatismo actual, para adecuarla a las exigencias de seguridad y solidaridad con nuestros socios y a las oportunidades que se le abren a España.

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