Orwell, el gran escritor británico nos enseñó en su novela 1984 cómo puede instrumentalizarse el lenguaje al servicio del poder, de un poder totalitario. La paz es la guerra. La guerra es la paz, propiciaba el Gran Hermano según convenía al poder establecido para perpetuarse sin solución de continuidad. El lenguaje en sí mismo no tiene significación, es solo un instrumento del poder para asegurarse su posición. Las palabras no tienen significado propio, solo el que conviene en cada momento político. A diferencia de la democracia, cuya esencia última es la limitación del poder, su alcance y duración.
El inicial proyecto de Ley de Memoria Democrática es un texto que cabe calificar de orwelliano en su letra y en su intención. Fíjense hasta qué punto que, para sacar adelante su tramitación parlamentaria, se ha pactado con Bildu, que todavía no ha condenado los crímenes del terrorismo etarra –de tiro en la nuca y de bomba lapa –cometidos en una España de plenitud democrática. Y eso que quedan unos trescientos asesinatos por resolver. Ni una letra en el proyecto se dedica a este aspecto. Y eso que el terrorismo sí puso en jaque a nuestra democracia.
Pero a este dato, que por sí solo invalidaría ética y políticamente el texto del proyecto de ley, hay que añadir otro no menos significativo. El proyecto se considera a sí mismo como instrumento de búsqueda y expresión de la verdad histórica a través de la acción inevitablemente política, canalizada en comisiones y órganos de diversa índole de apariencia profesional.
Es difícil encontrar en el proyecto una expresión de rectas intenciones. Utilizar el concepto de verdad como propósito de un texto legal no es solo un sin sentido, sino expresión de una voluntad excluyente.
Desde el comienzo de la Transición democrática hasta nuestros días, se han escrito más de dos mil libros y trabajos de investigación de esta etapa histórica, que va desde el advenimiento de la II República hasta el final del Franquismo. Se ha hecho realidad lo que en el debate de la Ley de Amnistía proclamamos todos los grupos parlamentarios. Que la Historia la escribían los historiadores, y no es misión de los políticos definir y esclarecer los hechos del pasado.
Fíjense que los historiadores de método empírico no buscan establecer la verdad, sino conocer la realidad ocurrida a través de hechos comprobables, datos fehacientes, documentos auténticos y testimonios de los protagonistas. La distinción entre verdad y realidad es la que define la auténtica intención del ensayista o investigador. Y desenmascara el inicial proyecto de ley porque pretende crear una verdad.
Hay otro dato igualmente significativo. El proyecto omite en el análisis histórico que hace en la exposición de motivos, la referencia a la Ley de Amnistía. No es un lapsus. Es un dato que expresa el propósito real, aunque no confeso, de los autores del proyecto: poner de relieve implícitamente, insinuar que la Transición democrática fue un acto de abolición y no un acto de concordia nacional.
En la tramitación parlamentaria se ha incorporado luego una mención a la Ley de Amnistía, pero sin aludir a su auténtico alcance: que se amnistiaron también execrables delitos de sangre –asesinatos– cometidos por los terroristas entonces encarcelados.
El proyecto de ley debería haber recogido alguna referencia a los diputados constituyentes, que, en nombre de nuestros respectivos partidos, defendimos la Ley de Amnistía, que no fue iniciativa del Gobierno sino una proposición de ley presentada por la gran mayoría de los grupos parlamentarios. La Ley de Amnistía no existe para la memoria democrática del proyecto de ley que –no lo olvidemos– proclama una voluntad de verdad histórica. Su inclusión forzada en el momento de iniciarse el procedimiento parlamentario da testimonio de la finalidad fraudulenta del texto.
La actitud de los diputados constituyentes no fue un dato de coyuntura o de oportunidad. Dice Santos Juliá: ‘La novedad de la Transición consistió en que la decisión de una mutua amnistía por el pasado se amplió desde lo ocurrido en la Guerra Civil a todo el tiempo de la dictadura… como imprescindible exigencia para la apertura de un proceso constituyente’. Y añade Santos Juliá: ‘Pero no fue una decisión dictada por la amnesia, no fue ni mecánica ni espontánea, sino consciente y sopesada; se produjo entre julio de 1976, fecha de la primera amnistía declarada por el Gobierno de Adolfo Suárez, y octubre de 1977, fecha de la segunda y definitiva amnistía promulgada por el primer Parlamento de la recién estrenada democracia’, que –añado– incluyó delitos de sangre y actos terroristas.
A la amnistía no condujo, pues, un silencio sino un recuerdo; no fue resultado de un olvido, sino de una memoria actuante de la guerra y del régimen franquista.
Lo singular, pues, de la Transición española consistió en excluir el pasado del debate político, sin por eso extender sobre ese pasado un manto de silencio; más bien al contrario: investigándolo y publicándolo hasta el último detalle.
La Ley de Memoria Democrática falsea por tanto la historia, nuestra historia, deliberadamente; y subrepticiamente dinamita los sanos fundamentos de la Transición democrática, conciliadores y omnicomprensivos. Como no puede derogar la Ley de Amnistía –porque sería un escándalo–, la omite como si no hubiera existido y eso que aspira a que se conozca la verdad histórica.
Este debate no tiene nada que ver con una cuestión muy importante, pero colateral, a la que también se refiere el proyecto de ley: dar digna sepultura a aquellos que fueron asesinados, especialmente durante la Guerra Civil, y sus cuerpos enterrados en cunetas o en lugares aún por investigar. Los presupuestos del Estado deben atender esta necesidad porque es de justicia y dignifica a una democracia. Pero a tal fin no se necesita una Ley de Memoria Democrática cuya finalidad es otra, aunque sus preceptos amparen esta necesidad. Bienvenido sea lo que ya se ha hecho en algunos lugares, pero es justo y necesario concluir este aspecto no menor.
Reformúlese el proyecto, conéctesele con la Ley de Amnistía –que es una ley fundacional de nuestra democracia– e incorpórese todo aquello que tienda a superar un largo pasado histórico convulso, sectario y excluyente al que puso fin una Transición democrática ejemplar. Resucitar en la vida política un pasado pretendidamente más democrático es como mínimo irresponsable, porque destruye un consenso fecundo que ha dado a España los mejores años de su historia contemporánea.