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Venezuela y la libertad

Lo que está en juego, ahora mismo, en Venezuela, es la causa de la libertad en todo el mundo. Una idea y una realidad civilizatoria que, desaparecido con el pasado siglo el último sistema totalitario que lo ensombreció, siguen teniendo hoy poderosos enemigos. Los mismos que, desde los poderes emergentes de las potencias revisionistas, quieren proponer una siniestra alternativa a los modelos de convivencia basados en el Estado de derecho, las libertades fundamentales, el pluralismo político, la economía abierta y la democracia representativa.

Una alternativa destructiva que de nuevo ponga en cuestión el gran logro, cultural e histórico, que ha creado la ciudadanía, el gobierno limitado, la independencia de los jueces, la deliberación parlamentaria y la prensa libre. A escala global, el nacionalismo revolucionario, particularmente el venezolano, junto con el islamismo, el régimen iliberal de Rusia, y el totalitarismo modernizado de la China comunista forman parte de una ofensiva contra la democracia liberal. Por eso lo que está sucediendo en Venezuela no puede dejarnos indiferentes, pretextando su pretendida condición de “asunto interno”.

Genealogía del chavismo

La naturaleza del régimen venezolano –una clonación del castrismo adaptada al ecosistema de un país petrolero–, justifica el reconocimiento del pucherazo de Maduro por parte de Cuba, Rusia, China o Irán. Esa naturaleza no hace sino enconarse con el paso del tiempo. La promulgación de una “ley contra el fascismo” el pasado abril, en un país donde esa corriente nunca existió –contrariamente a otros países de la región–, es un pretexto para, de una parte, contar con una nueva herramienta represiva y, de otra, adherirse al discurso de Putin, principal aliado internacional junto con Cuba, sobre la “lucha contra el fascismo y el nazismo”, invocada también cínicamente para justificar la invasión de Ucrania. De hecho, en Venezuela la opresión se ejerce por medio de leyes liberticidas como la ley contra el odio o la ley contra la traición a la patria, tanto como mediante el recurso a la compulsión física (torturas, violencias contra familiares de presos políticos, o terror parapolicial: recordemos, antes de los últimos episodios, los 150 muertos contabilizados en las protestas de 2017).

Así se ha ido instaurando un totalitarismo característico de los regímenes inspirados en el movimiento castrista. Venezuela dejó de ser una democracia para transformarse en una suerte de régimen “postcomunista”, a semejanza de la Rusia de Putin. Empleo e instrumentalización de elementos superficialmente democráticos, presencia de una oligarquía dependiente del régimen, proliferación de estructuras mafiosas dedicadas a toda suerte de operaciones ilegales. Procedimientos, estructuras e incluso cronología, en fin, emparentan chavismo y putinismo: el primero llegó al poder en 1999, el segundo el año 2000.

Este tipo de regímenes ni toleran la alternancia ni consienten alternativas a su perpetuación. Maduro no se resigna a abandonar el poder y ha fabricado una mascarada grosera, devenida sangrienta, para eludir el mandato de las urnas. Rusia, China, Cuba o Irán tampoco estarán dispuestos a aceptar la pérdida de un espacio de influencia y el recurso logístico que representa un país con los recursos naturales y la posición geoestratégica de Venezuela.

Suele pasar que quienes más invocan la soberanía, menos la respetan; desgañitarse en invectivas contra el imperialismo no garantiza ningún compromiso serio con el interés nacional. Este es el caso del régimen venezolano. Desde su ocupación del poder, la Cuba castrista tomó las riendas del chavismo sin pudor alguno ni mayor disimulo. Contando con ese asesoramiento, Chávez alineó políticamente a Venezuela con Rusia, China, Irán, Hezbolá y demás familia. En palabras de la historiadora y antropóloga franco-venezolana Elisabeth Burgos: “La dimensión geopolítica del conflicto venezolano comenzó desde el momento en que Chávez integró a Venezuela en el bloque geopolítico al que pertenece Cuba: ya no es parte del mundo occidental”.

El papel de los Estados Unidos

Estados Unidos pareció haber entendido esto y durante la presidencia de Barack Obama declaró a Venezuela amenaza para la seguridad nacional de su país; ese decreto lo renovó, año tras año, la Administración Trump. Existía, en medio de la polarización, un consenso transversal. Y de enorme relevancia, teniendo en cuenta que en los foros multilaterales como la ONU esperan, con su poder de veto en el Consejo de Seguridad, China y, sobre todo, Rusia.

En todo caso, la absoluta falta de credibilidad de las elecciones y del régimen le harán muy difícil consolidar el fraude electoral con una oposición plenamente movilizada; hasta para un régimen con control casi absoluto de las instituciones la maniobra es demasiado costosa. Existen, por lo demás, análisis que cuestionan lo monolítico del chavismo y apuntan a que en la tríada Maduro-Diosdado Cabello-Padrino cada vértice mira de reojo a los demás con un billete de avión en el bolsillo.

La firmeza de la oposición a la hora de resistir la violencia y las tentaciones de desistimiento será crucial a partir ahora. El nuevo período presidencial en Venezuela comienza el 10 de enero de 2025, dentro de más de cinco meses. Durante ese periodo va a jugarse la posibilidad de que Maduro consolide un golpe perpetrado mediante un amaño grosero y ya muy visible, contando quizás con los cuarteles y unas instituciones colonizadas, o se logre abrir la posibilidad de una transición pacífica a la democracia arbitrando medidas que la faciliten.

El papel de Estados Unidos durante este tiempo será crucial. Ha quedado demostrado qué valor da el chavismo a los compromisos empeñados sobre garantías de limpieza electoral. La presión internacional sobre el régimen será –debe ser– de intensidad proporcional al escamoteo intentado y a la sangrienta represión ulterior. Al margen del resultado de las elecciones norteamericanas de noviembre, debe mantenerse el consenso en defensa de la libertad de Venezuela.

Se deben aprender las lecciones de la complacencia con Cuba. Muchos han creído ser realistas estrechando relaciones con Cuba para conseguir licencias o concesiones, para hacer negocios con el turismo; la complacencia casi siempre suele dar paso a la permisividad en perjuicio de todos: las tiranías nunca son buen negocio para nadie.

Nicolás Maduro no va a perder tiempo en tomar medidas para legitimar unos resultados electorales falsos, lanzar una nueva campaña de persecución política contra la oposición democrática y consolidar la dictadura durante seis años más. Presidiendo el acto en que ha sido proclamado, de forma bochornosa, presidente electo por sus comisarios, ha declarado afanarse en contrarrestar un “complot golpista” orquestado por “potencias extranjeras”; apenas unas horas antes, el fiscal general de Venezuela anunciaba que María Corina Machado era sometida a investigación penal por su presunta implicación en una conspiración para alterar los resultados de las votaciones.

Los próximos días y semanas serán cruciales para determinar si Maduro abandona esta farsa y comienza las negociaciones para entregar el poder a un gobierno democrático liderado por la oposición. La administración Biden y el Departamento de Estado deben trabajar desde ahora mismo para apoyar a la oposición democráticamente vencedora en estos comicios y negociar la salida de Maduro. Parecen medidas urgentes que tomar:

  • La denuncia inequívoca de la farsa electoral chavista: no parece suficiente una declaración del Secretario de Estado Blinken. La situación merece el pronunciamiento del presidente y de la vicepresidenta reconociendo el carácter antidemocrático del pucherazo.
  • La posible coordinación con los gobiernos de Brasil y Colombia –influyentes en la dirigencia venezolana– para establecer fórmulas de mediación que faciliten el abandono del poder por parte de Maduro. Estados Unidos debería fomentar en esos países actitudes similares a la adoptada por Boric, de negarse a reconocer ningún resultado no verificado de forma independiente y verosímil.
  • Idear fórmulas de transición que hagan viable un proceso pacífico hacia la democracia.

La importancia de los próximos días y semanas para Venezuela, Estados Unidos y el hemisferio occidental no puede exagerarse. Están sobre el tapete el futuro, la libertad, y la convivencia democrática de treinta millones de venezolanos que merecen la restauración en su país de una normalidad política y económica, ganada a pulso en las urnas y en las calles.

Desde aquí, todos ellos deben saber que cuentan no solo con el aliento, sino con el compromiso inequívoco de esta fundación por una Venezuela libre, democrática y en paz.