José Barros es periodista
Durante las primeras semanas del brote, el régimen de Beijing asumió una estrategia de censura y represión sobre su propia comunidad científica y población civil para negar la existencia del COVID-19. La pérdida de este tiempo precioso ha servido para que el coronavirus alcance las actuales dimensiones de epidemia global
El mundo contiene el aliento por la ausencia de tratamiento específico ante el casi desconocido coronavirus 2 del síndrome respiratorio agudo grave (SARS-CoV-2), causa de la pandemia llamada COVID-19. El primer brote comenzó a finales de 2019 en la provincia china de Hubei, de cuyos 58 millones de habitantes forma parte su capital, Wuhan, con una población cercana a los 12 millones de personas.
Tras el análisis de su ADN, la comunidad científica internacional ha descartado que el virus fuera fabricado in vitro. No obstante, los cinco continentes se preguntan si el COVID-19 pudiera haber pasado accidentalmente al exterior desde el Instituto de Virología de Wuhan. El laboratorio es conocido por estudiar las consecuencias del coronavirus en los murciélagos, mamíferos a los que afecta como enfermedad endémica. Si bien en 2018 un miembro del Departamento de Estado de los EE.UU. manifestó a través de dos notas internas su preocupación por los bajos estándares de seguridad en dicho recinto, por el momento no existen pruebas que permitan concluir que el virus escapó de laboratorios chinos.
Con tales antecedentes, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, y el ministro de Asuntos Exteriores del Reino Unido, Dominic Raab, tras un encuentro virtual del G-7 celebrado el pasado 16 de abril, manifestaron que en los orígenes del virus “pasaron cosas que desconocemos” y que China en el futuro “tendrá que contestar preguntas difíciles”. Pero más allá de las incertidumbres sobre su procedencia —que continúa investigándose—, cada día que pasa se encuentran bajo un más intenso escrutinio de la comunidad internacional los métodos del Gobierno chino para gestionar la crisis.
LA REPUTACIÓN POR ENCIMA DE LAS VIDAS
El epicentro del brote epidémico se sitúa en Wuhan, en el popular mercado de alimentos de Huanan, situado a ocho millas del Instituto Virológico. Un mercado en el que se venden y cocinan mariscos y animales salvajes vivos —incluidos murciélagos, civetas, serpientes y pangolines— bajo prácticamente nulas condiciones de salubridad. El New York Times y The Economist se han hecho eco de la hipótesis relativa a que un investigador accidentalmente infectado del laboratorio de Wuhan habría ido a comer a este mercado. Por su parte, el presidente Trump, en unas declaraciones a la prensa, ha hablado en este contexto de “un terrible error”. Lo cierto es que ante la opinión pública internacional por ahora no hay pruebas concluyentes que permitan sostener tales afirmaciones.
Es evidente, en cambio, que la reacción del Ejecutivo chino fue ocultar los hechos una vez que el 20 de diciembre de 2019 se conocieron los primeros casos de personas infectadas.
En otras palabras, la Administración Pública del antiguo Imperio del Centro no actuó en primer lugar para proteger a los habitantes de la zona, sino para defender la reputación del Partido Comunista Chino a través del método más tosco: negar la existencia del problema y amenazar con represalias a quien sostuviera lo contrario.
El doctor Li Wenliang, el médico que el 30 de diciembre lanzó a sus exalumnos la alerta sobre el coronavirus, fue acusado de “difundir rumores”, delito penado con siete años de cárcel. Sus advertencias fueron silenciadas. Li fallecería el pasado 7 de febrero a causa de la enfermedad sobre la que advirtió, mientras que el Gobierno de Beijing trataba de sofocar tanto las muestras de apoyo hacia su persona como la marea de indignación contra las autoridades.
Al ocultar el brote epidémico a los medios de comunicación chinos, el público no dejó de visitar aquel mercado de alimentos hasta su cierre oficial, ordenado el 1 de enero de 2020. En las redes sociales y teléfonos móviles chinos la censura también obligó a suprimir palabras clave que aludían al brote, al tiempo que varios médicos y enfermeros fueron encarcelados por prevenir a la población.
Xi Jinping, presidente de la República Popular China y secretario general del PCCh, rechazó las ofertas iniciales de ayuda que durante un mes ofreció el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades estadounidense. Y pese a que los responsables chinos estaban en contacto con la Organización Mundial de la Salud (OMS), optó igualmente por ignorar sus consejos.
Los documentos de la Comisión Nacional de Salud china sobre el COVID-19 reconocían el obscuro panorama, pero fueron etiquetados como “internos” y su difusión pública se mantuvo prohibida durante el mes de enero. Mientras tanto, Li Qun, jefe del Centro de Emergencias de Control de Enfermedades de China, sostenía en la televisión pública que “el riesgo de transmisión de persona a persona es bajo”. La primera muerte reconocida por el régimen fue la de un hombre de 61 años de Wuhan que había visitado el mercado de Huanan. Falleció el 9 de enero. Dos días más tarde las autoridades confirmaban la identidad de virus, pero sin hacer referencia al inicio de la pandemia.
OSCURANTISMO EN LA CIFRA DE FALLECIDOS
Solo cuando el primer caso de coronavirus apareció fuera de China —el 13 de enero en Tailandia—, las autoridades comunistas descartaron su estrategia de ocultación; el descrédito habría sido mayúsculo si un país extranjero hubiera reconocido la epidemia antes que en el Estado de su procedencia. El presidente Xi realizó sus primeras declaraciones públicas acerca del virus el 20 de enero. El brote “debe tomarse en serio”, advirtió. La ciudad de Wuhan fue finalmente cerrada el 23 de enero. Según el estudio publicado el 13 de febrero por la Universidad de Southampton, Reino Unido, si el Gobierno de China hubiera actuado una, dos o tres semanas antes, el número de afectados en el país se habría reducido en un 66, 86 o 95%, respectivamente.
Las políticas del Gobierno chino están teniendo un fuerte impacto más allá de sus propias fronteras. La lenta reacción de la comunidad internacional no solo proviene del factor de impredecibilidad asociado a una enfermedad desconocida, sino del esfuerzo consciente que el aparato del partido-Estado ejerció durante un mes para, en primer lugar, censurar y perseguir a su propia población; en segundo término, ocultar datos significativos al concierto de las naciones; y, por último, llevar a cabo una gestión con serias muestras de ineficacia.
Varias agencias de inteligencia, incluidas las de EE.UU., estiman que la manipulación del régimen comunista también afecta a los datos que poseemos sobre la pandemia en la propia China. Ello genera una distorsión analítica que impide evaluar el efecto real del COVID-19 en la población mundial, lo que merma la eficacia de las estrategias sanitarias.
Es más, hay serias dudas sobre las cifras ofrecidas por China. Según los datos oficiales de Beijing, el número total de sus ciudadanos fallecidos ascendería a 4.642 personas de una población de 1.400 millones. En España, con 47 millones de habitantes, la cifra de fallecidos, también según datos oficiales, supera los 25.000 el día que se escribe este texto. Una mera extrapolación que cruce los datos españoles con el número de habitantes de China, ofrece la cifra de 700.000 fallecidos por el coronavirus en el país asiático, número que se quedaría corto al compararlo con cifras extraoficiales.
FUERTES PRESIONES PARA INTIMIDAR A LA UNIÓN EUROPEA
No es ningún secreto que el régimen de Beijing, consciente de que su imagen se encuentra seriamente dañada por sus tergiversaciones y ocultaciones sistemáticas, ejerce sobre Europa enormes presiones que se adentran en el campo de las amenazas más o menos veladas. El propio Servicio de Acción Exterior de la Unión Europea reconoce que estas tácticas desinformativas buscan, además, desacreditar la eficacia de las democracias occidentales para frenar la actual crisis y reforzar –por contraposición– el enroque de Beijing en su modelo neocomunista.
La postura de la UE ante esta campaña de desinformación mundial en la que se ha embarcado el Gobierno chino viene definida por Josep Borrell, vicepresidente de la Comisión Europea y Alto Representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad Común. En este momento el Washington Post y el New York Times consideran una claudicación que Borrell haya autorizado la modificación de un informe para suprimir las facetas más críticas hacia China.
El Alto Representante ha reconocido la existencia de presiones chinas, pero niega cualquier cesión. La argumentación empleada por Josep Borrell consiste en que desde el principio él tenía en mente dos informes: uno, público, más suave; y otro, interno, con el 100% de la información, incluidos los contenidos más duros.
En cualquier caso, la consecuencia más dramáticamente cierta de este Chernóbil biológico es que en todo el mundo han fallecido —excluyendo los dudosos datos que proporciona China— más de 240.000 personas por el COVID-19 y peligra la vida de varios millones más. En cuanto al impacto económico que la pandemia generará en la economía mundial, resulta evidente que será enorme.
Mientras tanto, la dictadura neomarxista china de corte gramsciano aprovecha que la atención mundial se encuentra focalizada en el coronavirus para dar una vuelta de tuerca a su política represiva en la región semiautónoma de Hong Kong. Los líderes prodemocracia de la excolonia británica están siendo detenidos por el régimen. Así, catorce de sus dirigentes más prominentes, entre los que se encuentran editores de periódicos y representantes políticos, duermen entre rejas desde el 18 de abril. Este mes de mayo serán juzgados por organizar las multitudinarias manifestaciones de 2019.
Si algo pudiera tener de positivo la actual pandemia es que ha servido para hacer sonar la alarma de la opinión pública internacional acerca de los métodos y objetivos del régimen chino, objetivamente responsable de la extensión del COVID-19 por el mundo.