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Vox y la corrupción del conservadurismo

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Santiago Abascal y Donald Trump posaron juntos hace pocos meses dejando testimonio gráfico de su sintonía política. En el marco de la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC) celebrada en Washington, Vox quiso subrayar su cercanía a Trump buscando la foto conjunta y una mención pública del expresidente norteamericano desde el atril. El servicio de prensa de Vox enfatizó, tras la reunión de ambos dirigentes, su proximidad en intereses y propuestas, reproduciendo unas palabras de aliento de Trump a Santiago Abascal, de quien habría afirmado que “tiene una gran reputación” entre “los conservadores de todo el mundo”. Es de suponer que los simpatizantes de Vox alberguen una esperanza: que tal “reputación” supere la del propio Trump, quien, al ser nominado en 2016 dejó clara su filiación: “Esto se llama Partido Republicano, no Partido Conservador”[1]; encajaba así, desafiante, la crítica de no ser, en absoluto, un “conservative”.

VOX Y LA PASARELA POPULISTA

Ese telón de fondo no puede perderse de vista entre la polvareda polémica levantada en el cónclave “conservador” que Vox festeja anualmente para darse una publicidad que el Gobierno siempre “aviva”. Los posados de Abascal han propiciado, desde hace años, tantos comentarios como bandazos. En 2019 un encuentro con Matteo Salvini, líder de la Liga Norte y viejo amigo del secesionismo catalán, sirvió para compartir la común inquietud por la “protección de las fronteras de Europa”, aunque se intuyera que para Salvini las fronteras españolas podían alterarse en el nordeste. Por la pasarela voxista ha desfilado toda la “derecha alternativa” europea: Le Pen, Orban, … con énfasis distintos en función de las urgencias electorales de Vox en cada coyuntura: antisistema o ‘respetable’ según donde apunte la brújula demoscópica.

Retratándose con Trump en febrero Vox escogía un momento particularmente significativo y posaba para decir: esto nos gusta, esto somos. De la mano de Trump, que acababa de advertir en esas fechas que animaría a Rusia a atacar (“hacer lo que le diera la gana”) a cualquier aliado de la OTAN que él considere incumplidor. Trump iba esta vez mucho más allá de su consabido gamberrismo. Sus declaraciones las hacía de la forma más temeraria y peligrosa, en el peor momento, mientras el expansionismo ruso amenaza equilibrios geoestratégicos y la propia seguridad de Europa y, por tanto, la de España. Bien, pues justo en ese momento es cuando Vox quiso retratarse con el candidato a la presidencia de los Estados Unidos que bate más récords de frivolidad irresponsable. Sí, Vox se retrataba: inflexible en la frontera mejicana, indiferente respecto de la que se fragua en el frente ucraniano; así se deduce de su entusiasmo creciente por quien amenaza cancelar más de setenta años de Alianza Atlántica.

Ya sabemos que cuando Vox posa en cónclaves de la alt-right -amagos de armar algo tan paradójico como una Internacional nacionalista- suele tener la mala suerte de juntarse con parejas de baile incompatibles con el interés nacional español. Le pasó con Marine Le Pen[2], cuyos eurodiputados votaron en diciembre de 2021 contra el levantamiento de la inmunidad de los prófugos del procés[3]. En 2024 nuestra derecha populista ha querido dejar claro, de una vez por todas, su referente exterior. Buena oportunidad para detenerse un poco en el análisis de eso tan actual, extraño y nocivo para el espacio de derecha: la fascinación acrítica de algunos “conservadores” por algo tan poco conservador como el trumpismo.

TRUMP CONTRA EL ALMA CONSERVADORA DEL GOP

Para muchos conservadores norteamericanos, las elecciones de 2016 fueron una pesadilla. Podían haber sido la oportunidad de canalizar frustraciones originadas durante el mandato de Obama. Pero apareció Donald Trump, empresario y estrella de la televisión sin ninguna agenda conservadora discernible. Su éxito reveló debilidades muy serias en la derecha americana. Para los conservadores de allí -es decir, aquellos que defienden alguna versión del difícil equilibrio entre valores morales tradicionales (‘common decency’), soluciones de mercado y fortaleza militar en un mundo cada vez más peligroso, todo ello dentro de un constitucionalismo partidario del gobierno limitado- la principal lección de 2016 supuso una advertencia: el Partido Republicano ya no les pertenecía. Habían dado por supuesto que el partido promovía automáticamente sus puntos de vista, que su electorado mantenía una disposición conservadora sin fisuras. Pero el GOP se anquilosó reiterando el mismo programa mientras todo cambiaba a su alrededor y aumentaba la insatisfacción de su electorado.

Ahí irrumpió Trump para remover inquietudes que iban acentuándose: presiones de la economía global, amenazas a la identidad nacional, sensación de declive; su campaña se redujo en gran medida a un frenético desahogo salpicado de baladronadas demagógicas. Pero el enfoque sedujo a buena parte del electorado republicano. El reproche de «no ser conservador» que sus rivales internos esgrimieron no le afectó en absoluto. Y Trump acabó por explicitarlo como hemos reseñado arriba. Después de todo, estaba recordando que conservadores y progresistas militantes son, ambos, sectores minoritarios de la sociedad y solo pueden imponerse ganando las voluntades de los no afines. Imaginar “mayorías naturales” suele ahorrar el trabajo de repensar las propias ideas para adecuarlas a desafíos contemporáneos. Trump, en su campaña de 2016 ignoró o escarneció innumerables tópicos conservadores para ofrecer, en su lugar, un estridente llamamiento populista.

EL TRUMPISMO COMO ALIENACIÓN

El principal desafío para los conservadores norteamericanos en la era Trump es vivir una dinámica política de confrontación y polarización total. “Deplorables” contra “wokes”. La victoria de Trump en 2016 tuvo mucho que ver con su capacidad para dar voz a una creciente alienación de las corrientes dominantes de la cultura, la economía y la política en Estados Unidos. «Alienación» en el sentido en que Robert Nisbet definió el término: «el estado mental que valora un orden social como remoto, incomprensible o fraudulento; más allá de la esperanza o el deseo reales; invitando a la apatía, el aburrimiento o incluso la hostilidad». Ese es el lenguaje de Trump y sus partidarios para hablar de Estados Unidos. La sociedad americana se habría transformado en “otra cosa”, habría algo fraudulento en el orden social, en el proceso electoral, en las instituciones, en el poder judicial, o en el FBI. Y el mensaje caló. Porque conecta con una disposición tan distante de la voluntad de reforma como próxima a la apatía o a la desesperación ante lo percibido como nefasto.

La invocación de Trump a la grandeza de Estados Unidos tocó un nervio patriótico. Pero lo realmente novedoso de su llamamiento tiene más que ver con una especie de reacción parcial contra el carácter de la democracia liberal de nuestro tiempo. Es una reacción en nombre del honor de los ciudadanos a los que “las élites” tratan con desprecio, de los trabajadores a los que la economía deshecha como prescindibles, de las tradiciones a las que la cultura actual descarta como primitivas. Pero reacción parcial, porque Trump canaliza frustraciones, no aspiraciones. Comparte con su electorado resentimientos antes que compromisos.

La alienación así entendida, el extrañamiento hostil hacia lo vigente, puede constituir un poderoso aglutinante electoral. Pero no es un principio organizativo viable para gobernar. Si te pasas la vida denostando las instituciones de tu país no sabrás qué hacer con ellas cuando te toque dirigirlas. La explotación electoral del resentimiento es un reto particularmente grave para los conservadores porque solo puede resultar en una derecha cada vez menos conservadora. Comoquiera que lo definamos, el conservadurismo es, en su nivel más simple, la expresión de un deseo de conservar lo bueno antes que una pasión por destruir lo malo. Es protector. Lo es porque le mueve el amor al hogar, un sentido de propiedad y pertenencia que invita a una cálida actitud defensiva. Pero también por estar arraigado en un cierto sentido del límite que le lleva a impresionarse más por el éxito que a escandalizarse por el fracaso. Está protegido, hasta cierto punto, de la desilusión por no ilusionarse demasiado de entrada. Usando el lenguaje de la teología diríamos que, en su idea de la naturaleza humana, el conservadurismo parte del supuesto de “la Caída”-del carácter permanentemente contradictorio del ser humano, imperfecto pero poseedor de una dignidad fundamental y derechos inalienables-: esa es la raíz y la premisa de su talante. Y la fuente de su peculiar “esperanza pesimista”.

Los conservadores suelen creer que los problemas humanos más básicos se repiten en cada generación, por ser intrínsecos a la naturaleza humana. Hay que reconocerlos, contrarrestarlos, mitigarlos o acomodarlos, pero nunca desaparecerán del todo. Ninguna organización social, ningún conjunto de políticas e instituciones puede superarlos de forma permanente. La constancia de estas limitaciones, sin embargo, infunde esperanza a los conservadores, porque significa que se puede aprender de la experiencia cómo hacer que hombres y mujeres imperfectos prosperen y mejoren. Por eso valoran las instituciones y prácticas arraigadas. Han resistido la prueba del tiempo, en un proceso de ensayo y error llevado a cabo a través de generaciones enfrentadas al mismo tipo de problemas. Uno de los objetivos principales de los conservadores es preservar los medios -las instituciones- para que los presupuestos de ese tipo de formación estén al alcance de la siguiente generación.

Por eso la “alienación” que explotan movimientos como el trumpista distorsiona el conservadurismo y amenaza lo que este valora. Cuando las instituciones se ven atacadas desde la izquierda, los conservadores están acostumbrados a defenderlas. Pero incluso cuando están dominadas por la izquierda, los conservadores, por instinto y reflexión, abogarán por su recuperación y reforma, por la preservación de ciertos espacios dentro de ellas, más que por el rechazo y el desprecio.

Detrás del planteamiento de los discursos que se presentan como opciones ‘a vida o muerte’ hay una profunda desesperación sobre el futuro de nuestras sociedades. Es una actitud que no deja lugar para creer que las cosas puedan mejorar y, en este sentido, clausura la respuesta conservadora habitual en tiempos de desafío y abre en su lugar un camino mucho más propicio a la disyunción radical.

Para los conservadores, este enfoque desesperanzado de la política supone un fallo tanto de perspectiva como de responsabilidad. Porque el argumento de que las cosas difícilmente podrían ir peor es casi con toda seguridad erróneo. El presente, a pesar de todos los problemas, dista mucho de ser distópico, pero las malas decisiones, los errores de juicio, y la imprudencia pueden amenazar gravemente nuestro futuro. Los conservadores auténticos se sienten llamados a hacer posible un renacimiento, no a desencadenar una revolución, y por lo tanto a mantener lo bueno en lugar de liquidar todo lo heredado.

Los conservadores no deberían perseguir objetivos exclusivamente programáticos, sino más bien las condiciones previas para una política mejor. Los guardarraíles constitucionales importan más que cualquier preferencia política específica, porque dan forma perdurable a nuestros hábitos y nuestra vida cívica y nos ayudan a tomar en serio los principios que subyacen a nuestra política. Una política conservadora constructiva será ante todo una política de restauración constitucional.

Este enfoque es mucho más transformador -no más suave ni “blando”- que una oleada de pura disrupción. Un proyecto conservador debe entenderse en última instancia como una labor cívica, no como una lucha política a vida o muerte. Debe aspirar, en la medida de lo posible, a desarraigar la disposición alienada y fomentar en su lugar el instinto conservador esencial: amar lo bueno más de lo que odiamos lo malo.

EL TRUMPISMO, MODELO SEDICIOSO

El Capitolio de Estados Unidos abrió sus puertas en noviembre de 1800 para albergar la misma institución que alberga hoy: el Congreso bicameral de Estados Unidos creado por la Constitución. Los estadounidenses siguen considerándose una nación joven, pero sus instituciones políticas se encuentran entre las más consolidadas del mundo. Y el Capitolio nos habla de su estabilidad.

La estabilidad política requiere capacidad de mantener el equilibrio ante circunstancias cambiantes. Su forma de hacerlo puede parecer a veces mecánica. El sistema de gobierno norteamericano crea un entramado de instituciones y poderes que da por sentadas algunas de las debilidades de la naturaleza humana, cuenta con que la ambición contrarreste a la ambición y trata de evitar peligrosos excesos. A eso se refiere James Madison en un pasaje del Federalista, cuando apunta a «suplir, mediante intereses opuestos y rivales, el defecto de mejores motivos». Para añadir enseguida: «Así como hay un grado de depravación en la humanidad que requiere un cierto grado de circunspección y desconfianza, también hay otras cualidades en la naturaleza humana que justifican una cierta porción de estima y confianza. El gobierno republicano presupone la existencia de estas cualidades en mayor grado que cualquier otra forma.»

Esas expectativas de la Constitución americana se orientan hacia la virtud que los Padres Fundadores consideraron esencial en ciudadanos y gobernantes: la responsabilidad. El líder responsable se hace cargo de sus acciones y asume el deber de actuar en respuesta a los acontecimientos. El ciudadano responsable entiende que, en cierto modo, le corresponde a él sostener la república mediante la acción y la moderación.

Pues bien, el penoso episodio del asalto al Capitolio por una turba enfurecida en 2021 significó un paroxismo de irresponsabilidad inédito en la vida política norteamericana. Los alborotadores se comportaron obviamente de forma irresponsable. Demasiados congresistas republicanos también lo hicieron, coqueteando con mentiras. Pero, sobre todo, fue la irresponsabilidad del presidente la que convirtió el drama en una seria amenaza para la estabilidad nacional.

Como gran parte de lo que Trump ha forjado, el ataque al Capitolio tenía visos de ficción, muchos de los implicados imaginaban un mundo en el que fuerzas siniestras habían robado las elecciones a su héroe y ellos restauraban la justicia mediante una demostración de fuerza. Siempre hubo algo fantasioso en el comportamiento de Trump en la presidencia. Pero con la pandemia y las elecciones su escapismo y falta de sentido de la realidad se hicieron insostenibles. La enorme distancia entre su mundo de fantasía y el mundo real devino insalvable.

Los disturbios en el Capitolio son imperdonables. Pero lo más preocupante fue la forma de encajarlos en una ficción en la que el presidente de los Estados Unidos quiso ocupar un lugar. El conspiracionismo de Trump está profundamente vinculado a su irresponsabilidad. Trump culpa sistemáticamente a los demás por todo y, así, se niega tanto a asumir sus obligaciones como a enfrentarse a la realidad. Si el trumpismo significa algo, es precisamente esto: un estilo, una ética que equivale a una irresponsabilidad peligrosa y sumamente tóxica.

EL VOXISMO, SEGURO DE VIDA DEL SANCHISMO

En Estados Unidos el trumpismo ha devorado el Partido Republicano marginando su orientación conservadora. En España está siendo muy otro el papel de la derecha populista.Vox nació con la vocación de suplantar al PP. En lo ideológico, su proximidad con modelos populistas aleja su proyecto del concurso de mayorías suficientes. En lo electoral, su rendimiento se limita a dificultar la posibilidad de una alternativa al sanchismo.

En las pasadas elecciones generales, Vox favoreció claramente la estrategia de movilización socialista. No ahorró gestos ni exhibiciones histriónicas para que el discurso de Sánchez encontrara destinatarios receptivos a pesar de todo. Vox sirvió, a la postre, para inutilizar la victoria popular. En los últimos comicios gallegos la aspiración voxista apuntaba, como mucho, a la obtención de un escaño, incluso a costa de precarizar los resultados populares y arriesgar un tercer frente de ruptura constitucional en España; en el País Vasco, lo mismo; en Cataluña, idéntico potencial dispersivo. Es el mismo efecto reiterado una y otra vez: Vox dice querer ser parte de la alternativa que Vox contribuye a sabotear. Al final, queda más que acreditado que Vox y Sánchez se retroalimentan actuando como polos complementarios. Sánchez sin Vox perdería su excusa favorita, su seguro de vida. El PSOE necesita que Vox siga ahí para dislocar la articulación de una alternativa que sus pobres resultados y su total falta de escrúpulos a la hora de rentabilizarlos hacen más urgente cada día que pasa.

Patriotismo significa sacrificio, subordinación de intereses propios al interés general y a la unidad de la nación. Justo lo contrario de la práctica populista en cualquier latitud, aquí y al otro lado del océano.


[1] https://freebeacon.com/politics/trump-republican-party-not-called-conservative-party/

[2] https://www.elindependiente.com/politica/2017/05/05/el-amigo-espanol-de-marine-le-pen/

[3] https://www.elmundo.es/internacional/2021/03/09/60473f2cfc6c835f0e8b478c.html