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Yolanda Díaz, entre Diocleciano y Robespierre

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Debemos hacer constar la avaricia ilimitada y furiosa que, sin pensar en la humanidad, se apresura a su propio beneficio. Esta avaricia, sin pensar en la necesidad común, está causando estragos en la riqueza de aquellos en extrema necesidad. Nosotros, los protectores de la raza humana, hemos acordado que la justicia debe intervenir como árbitro, para que la solución que la humanidad misma no pueda proporcionar pueda, mediante los remedios de nuestra previsión, aplicarse al mejoramiento general de todos. En los mercados, los precios inmoderados están tan extendidos que la abundante pasión por las ganancias no se ve disminuida por los abundantes suministros. Los hombres cuyo objetivo siempre s obtener ganancias, frenar la prosperidad general, los hombres que abundan individualmente en grandes riquezas que podrían satisfacer por completo a naciones enteras, intentan capturar fortunas más pequeñas y luchar por porcentajes ruinosos. La preocupación por la humanidad en general nos convence de establecer un límite a la avaricia de tales hombres. Los especuladores, que atacan de manera encubierta el bienestar público, están extorsionando los precios de las mercancías de manera que en una sola compra a un soldado se le priva de su bono y salario. Por lo tanto, hemos decretado que se establezca un máximo para que cuando aparezca la violencia de los precios altos en cualquier lugar, la avaricia pueda ser controlada por los límites de nuestro estatuto. Para garantizar una aplicación adecuada, cualquier persona que viole este estatuto estará sujeta a una pena capital. La misma pena se aplicará a quien, en el deseo de comprar, haya conspirado contra el estatuto con la codicia del vendedor.  Diocleciano, emperador “de progreso”

La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social ha vuelto de su veraneo realizando declaraciones realmente chulísimas. Poco después de pedir a la CEOE, con “total animosidad”, que “vuelva a la mesa de negociación”, afirma en una entrevista que para frenar las subidas de precios debería alcanzarse un acuerdo con las distribuidoras para “topar los precios de una cesta de productos básicos como el pan, la leche, los huevos o la fruta”.

Las reflexiones de la vicepresidenta tienen precedentes muy conocidos en la historia. A su luz, resulta más que comprobado que las políticas de fijación de precios han resultado siempre catastróficas. ¿Por qué no dar un pequeño paseo histórico para recordarlo?

Diocleciano y su edicto

Para tratar de aliviar aprietos económicos crecientes, distintos emperadores romanos optaron por envilecer la moneda. Nerón decidió pequeñas devaluaciones, Marco Aurelio continuó esa senda y Cómodo decretó una serie de precios máximos, agravando una situación que llegó a ser crítica con Caracalla.

El intento más conocido de controlar precios y salarios se produjo con el emperador Diocleciano. Poco después de ascender al trono, en el año 284, precios y salarios alcanzaban niveles inéditos. Los historiadores enumeran distintas causas del explosivo aumento de los precios: la inestabilidad política precedente, el desaforado aumento de las cargas fiscales y un factor estrictamente monetario: el aumento exponencial de la oferta monetaria debido al envilecimiento en la acuñación. Durante el medio siglo que acabó con el principado de Victorino en el año 268, el contenido en plata de la moneda romana cayó a un cincomilésimo de su nivel original. Colapsado el sistema monetario, el comercio se redujo al trueque, paralizándose la actividad económica. Las consecuencias civilizatorias fueron devastadoras.

Diocleciano quiso reorganizar el imperio con más celo que acierto económico. Adoptó dos medidas principales. A una “reforma” monetaria –rápidamente fracasada– sucedió el célebre edicto sobre precios y salarios.

Primero se acuñó un nuevo denario de cobre estableciendo un nuevo patrón de valor. Inmediatamente se produjo un fulminante ajuste al alza. La nueva acuñación dio cierta estabilidad a los precios, pero su nivel era todavía demasiado alto, a juicio de Diocleciano. La sobrevaloración de la divisa buscaba financiar un gran ejército y una masiva burocracia. Por ese camino, o se continuaba acuñando denarios crecientemente devaluados o se recortaba el gasto público y, con él, la necesidad de acuñar moneda envilecida. Diocleciano temió la deflación y buscó atajar la subida de precios y salarios “topándolos”. En su esfuerzo por llevar los precios a lo que consideraba un nivel “normal”, se fijó el máximo al que podían venderse grano, huevos, ropa y otros artículos, prescribiendo pena de muerte para cualquiera que vendiera sus productos a un precio superior.

Diocleciano previó que en respuesta a su medida habría un gran aumento en el atesoramiento. Si granjeros, mercaderes y artesanos no podían esperar recibir lo que consideraban un precio justo para sus productos, no los pondrían en el mercado. Así, decretó pena capital para los “acaparadores” y otras sanciones para quien comprara a un precio superior al permitido.

Se han descubierto fragmentos de la lista de precios máximos en distintos lugares del imperio. Hay al menos 32 listas, cubriendo más de mil precios o salarios individuales. Lactancio, historiador contemporáneo a la medida, describe así sus resultados: “Luego se dedicó a regular los precios de todas las cosas vendibles. Hubo mucha sangre derramada por cosas muy ligeras y banales y la gente dejó de llevar provisiones a los mercados, ya que no podían conseguir un precio razonable por ellas y esto aumentó tanto la carestía que finalmente, después de que hubieran muerto muchos por ella, la propia ley fue abandonada”.

Diocleciano abdicó cuatro años después de la promulgación de su edicto. Su fracaso no disciplinó la política monetaria del Bajo Imperio: en el año 305, el proceso de envilecimiento de la moneda había recomenzado.

Rostovtzeff, el estudioso clásico de este episodio, resume así la nefasta experiencia: “Se había intentado lo mismo antes que él y a menudo se ha intentado después de él. Como medida temporal en un momento crítico, podría tener cierta utilidad. Como medida general que pretende durar, es seguro que hace un gran daño y causa terribles baños de sangre, sin producir ningún alivio. Diocleciano compartía la perniciosa creencia del mundo antiguo en la omnipotencia del Estado, una creencia que muchos teóricos modernos continúan compartiendo con él”.

Los siguientes emperadores vincularon los trabajadores a la tierra (siervos de la gleba) para impedir su intento de esquivar los bajos salarios prescritos para ciertas labores. Muchos optaron por encontrar sustitutos dispuestos a quienes entregar su terruño y pasar a engrosar la plebe ciudadana que vivía de las distribuciones gratuitas de grano y se divertía en el Circo. Faltaba poco para que los bárbaros entraran a saco en un imperio asfixiado por el intervencionismo.

La ley del máximum

En julio de 1793 la Revolución francesa –en bancarrota tras el experimento inflacionista de los ’asignados’– había entrado en su fase de comunismo terrorista. La Convención adoptaba casi sin debate una ley sobre el acaparamiento. Se definía el “acaparamiento” como el hecho de tener encerrados en cualquier sitio, sin ponerlos a la venta diaria y públicamente, artículos y mercancías de primera necesidad: harina, pan, carne, vino, legumbres, frutas, manteca, sidra, vinagre, aguardiente, miel, grasas, sebo, pescado, leña, carbón, aceite, sosa, jabón, sal, azúcar, canela, lana, papel, cueros, hierro, cobre, plomo, acero, mantas, paños y, en general, todos los tejidos. Los poseedores de estos artículos quedaban obligados a hacer declaración de ellos a las municipalidades, que nombrarían comisarios de acaparamientos, para comprobar sus manifestaciones y, en caso necesario, proceder a las ventas. Los autores de declaraciones falsas serían castigados con la muerte, y los delatores recompensados con el tercio de las confiscaciones.

La ley todavía respetaba la libertad del precio de venta. Pero daba un gran paso hacia una intervención general. Los comisarios de acaparamientos podían introducirse en todas partes, compulsar los registros y las facturas, dispersar los depósitos almacenados, visitar granjas y graneros. Pronto se llegó a la idea de que la ley de 27 de julio era solo preliminar; el Estado tenía la facultad de hacer valer su peso sobre los precios y hacerlos bajar. Aparecen ensayos de tasa parcial. Por fin, el 29 de septiembre la Convención decreta la tasa general de los artículos de primera necesidad o, como entonces se decía, el máximum.

A todas las materias que enumeraba el Decreto del 27 de julio, y cuya circulación estaba ya intervenida, se añadían los granos, forrajes, tabaco, calzados y zuecos. Los agricultores, en particular, estaban obligados a presentar declaraciones de sus cosechas. A los incumplidores les amenazaban las penas más severas: un año de prisión a los panaderos que abandonaran el trabajo; diez años a los molineros que comerciaran con granos y harinas; diez años a los labradores culpables de falsas declaraciones; la muerte para los que intentaran impedir las requisas.

Tan pronto como fue promulgado el máximum, se vaciaron en un instante los almacenes, apresurándose todo el mundo a comprar a un precio artificialmente bajo lo que la víspera pagaba dos o tres veces más caro. Agotados los depósitos, nadie procedió a renovarlos. En un día se agotaron en París el azúcar, el aceite y las velas. En provincias, los campesinos se precipitaron a las ciudades para cambiar su moneda devaluada por ropa, calzado, comestibles, que la ley obligaba a liquidar a bajo precio. Después se apresuraron a ocultar su trigo. Porque todos querían el máximum para el vecino y la libertad para sí mismos: “Hermanos y amigos –decía el convencional Frecine a unos obreros que se habían rebelado contra el máximum de los salarios–: me entero con dolor de que entre vosotros hay individuos que se obstinan en querer obtener un aumento de jornales que vendrían a cargar sobre la República. ¿Cómo es esto, ciudadanos? ¿El detestable espíritu de codicia que la justicia nacional acaba de extinguir en los acaparadores, se habrá infiltrado en las almas puras de los sans-culottes? Pedís que la ley se ejecute rigurosamente para lo que vosotros compráis, y os resistís a observarla para lo que vosotros vendéis a los demás…”.

Los testimonios in situ dejan claro los efectos de la medida. De Toulouse, el Comité de Salud Pública recibe esta comunicación: “La ciudad parece estar cercada por un ejército enemigo: los víveres no llegan, los habitantes de los campos no vienen como no sea para dejar vacías las tiendas”. Y desde Vergues, se recibe una nota que excusa mayor comentario: “La ley del máximum ha hecho en este país el efecto de un complot liberticida, alumbrado por Pitt”.

Hay medidas políticas que lucen bien –para ilustración de nuestra prudencia– archivadas en la crónica de los grandes fracasos históricos; puestas en circulación desde el Gobierno de un Estado miembro de la UE, en pleno siglo XXI, resultan inconcebibles. Dicho sea, por cierto, con total animosidad.

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