La pandemia del Coronavirus está sometiendo a las economías desarrolladas a una crisis sin precedentes. En 2009, dos célebres economistas norteamericanos, Kenneth Rogoff y Carmen Reinhardt, publicaron una obra titulada irónicamente Esta vez es diferente, en la que estudiaban la incapacidad de anticipar las crisis financieras, a pesar de la repetición una y otra vez del mismo patrón.
Esta vez el virus Covid-19 sí nos plantea algo diferente a una crisis financiera clásica. En particular, desde el confinamiento, nos enfrentamos a una situación absolutamente inédita: la práctica interrupción de la actividad económica por la necesidad de frenar el contagio.
Es difícil encontrar episodios similares que nos puedan servir de guía. La Gripe de 1918 afectó a una sociedad demasiado distinta de la actual. Los efectos del SARS o del ébola fueron limitados, al menos desde el punto de vista económico. Nos tendríamos que remontar a episodios tan singulares como el “Gran Salto Adelante” de Mao para encontrar otro ejemplo en el que se haya interrumpido deliberadamente la vida económica normal de la inmensa mayoría.
Esta situación está requiriendo a su vez respuestas inéditas. Estas se están traduciendo en el uso masivo, más o menos improvisado, de los instrumentos tradicionales con dos objetivos fundamentales: (i) compensar fiscalmente el desplome de la demanda (exenciones y aplazamientos de impuestos, subsidios, complementos salariales, etc.), y (ii) evitar que este desplome se transforme en una crisis bancaria, a través de medidas extraordinarias de suministro de liquidez, programas de garantías públicas para evitar la escalada del riesgo de crédito a las pymes y amplia flexibilidad regulatoria en las exigencias de capital a los bancos.
La incertidumbre es máxima y es difícil prever el efecto de estas medidas. No obstante, intentando conservar una cierta perspectiva, el escenario mas probable sigue siendo el de una amplia recuperación. Es difícil recordarlo en el peor momento de la crisis, pero la historia muestra que la capacidad de recuperación de economías desarrolladas no debe subestimarse. Como John Stuart Mill ya describió en 1848 en sus Principios de Economía Política: “Lo que con frecuencia maravilla es la gran rapidez con la que los países se recuperan de un estado de devastación. Un enemigo puede pasar un país a sangre y fuego, y destruir o expoliar sus riquezas: todos sus habitantes quedan en la ruina y sin embargo, en pocos años después, todo vuelve a estar más o menos como estaba antes”[1]
No obstante, es evidente que esta nueva crisis dejará huellas duraderas. En primer lugar, en el endeudamiento. La II Guerra Mundial llevó la deuda a cifras cercanas al 200% del PIB; hoy tenemos que estar preparados para un aumento si no igual, al menos de muy elevada magnitud.
También dejará huellas ideológicas y políticas. La Gran Crisis de 2008 ha dejado un resto bien conocido en forma de populismo, nacionalismo y repliegue de la globalización. Ya hay quien está en eso: el ideólogo neomarxista Slavoj Zizek ha declarado que la crisis del Coronavirus es “un golpe a lo ‘KiIl Bill’ al capitalismo” y que “puede conducirnos al comunismo”[2].
Estaríamos ciegos si no viésemos que tal y como sucedió tras 2008, el modelo liberal – y el orden multilateral que surgió de él– van a ser cuestionados de nuevo, y con fuerza.
Para defender este orden liberal necesitaremos muchas cosas, y en primer lugar el liderazgo de los Estados Unidos. En todas las grandes crisis hasta ahora, Estados Unidos han adoptado el papel de “líder inevitable”. En la crisis financiera, tanto Bush como Obama dirigieron la respuesta internacional a través del G20 y el FSB (Consejo de Estabilidad Financiera). Esta vez la reacción ha sido completamente distinta: no solo se ha echado en falta una respuesta común, sino que se han deteriorado apreciablemente las relaciones entre los socios occidentales. Esto abre un vacío inquietante que solo China podría ocupar, con las consecuencias que cabe imaginar.
Por su parte, Europa no puede ser siempre el eslabón débil de cualquier crisis global. El euro tiene que reforzarse definitivamente. El Coronavirus nos está mostrando de nuevo que su arquitectura se tambalea ante crisis fuertes. En Maastricht algunos pensaban en una Eurozona más pequeña que la actual y quizá reversible, de ahí unos fundamentos cojos, más propios de una zona de tipos de cambio fijo que de una verdadera Unión Monetaria. Esto tiene que superarse tras esta nueva crisis. Necesitamos un marco institucional acabado, basado en la idea de “mutualización”[3].
Y tras la recuperación, la economía europea tendrá que afrontar las insuficiencias de siempre. Con la “trampa del 1%” (1% de crecimiento, 1% de inflación), el aumento de la deuda publica derivado de la crisis sanitaria será muy difícil de digerir. El diagnóstico es bien conocido[4]: la necesidad de reformas y de mayor crecimiento potencial sigue siendo la misma que ya era en 2000, cuando se aprobó la Agenda de Lisboa.
En definitiva, la pandemia del Coronavirus nos enfrenta a una crisis distinta, grave y sin precedentes que requiere una respuesta contundente, sobre todo en Europa. Esta respuesta nos llevará por terrenos poco transitados. Los enemigos de las sociedades abiertas la plantearán como una oportunidad. En esto, al menos, no serán tan diferentes.
[1] Stuart Mill, J. (1848): Principios de Economía Política”, 5.7.
[2] Entrevista en The Spectator, 14 de marzo de 2020; https://spectator.us/like-about-coronavirus-slavoj-zizek/
[3] Hernández de Cos, P. “Mutualizar el riesgo presupuestario en esta crisis”, El País, 21 de marzo de 2020.
[4] OECD (2015): “Escaping the Stagnation trap: Europe and Japan”