El 5 de noviembre de 2024, de nuevo desafiando la gran mayoría de las encuestas, Donald Trump ha ganado las elecciones presidenciales estadounidenses. En esta ocasión no se ha tratado de cualquier victoria. Ha logrado obtener la presidencia, el voto popular, recuperar la mayoría republicana en el Senado y, previsiblemente, mantener la mayoría en la Cámara de Representantes.
Además, el movimiento respaldado por Trump ha ampliado considerablemente su base. Los votantes de Trump ya no son solo habitantes de las comunidades rurales blancas, sino también votantes negros o latinos descontentos con la situación económica y la marcha del país, o inspirados por el estilo de liderazgo que perciben en el presidente estadounidense electo.
En los principales medios de comunicación, tanto estadounidenses como españoles, esta victoria ha supuesto un shock, por considerarla inesperada, pero, especialmente, por su amplia magnitud. Y sin embargo era bastante más previsible de lo que se podría suponer, de no haber permanecido en una burbuja que los ha llevado a desconectar de los fenómenos sociales más importantes del país norteamericano, hasta el punto de no comprender lo que sucede en la misma sociedad estadounidense.
No existe una única razón que explique la victoria de Trump sino un cúmulo de ellas. El descontento con la marcha del país, una inflación que afectó de manera especialmente destacada a las clases medias y trabajadoras, dos guerras divisivas en un contexto de rechazo a los conflictos militares innecesarios en la sociedad estadounidense y la torpeza estratégica del Partido Demócrata. Todo ello en el marco de los importantes cambios sociales producidos en la sociedad estadounidense, y que no han sido capaces de percibir.
No es ninguna novedad plantear que los representantes del Partido Demócrata no han sabido cómo enfrentarse al desafío de Donald Trump. Durante su primer mandato se intentó hacer oposición utilizando diferentes campañas que irían desde la trama rusa a la ucraniana. La caótica gestión de la pandemia y el asalto de los partidarios de Trump al Capitolio el 6 de enero de 2021, junto con los resultados agridulces de las elecciones de mitad de mandato de 2022, llevaron al liderazgo demócrata a darlo por muerto prematuramente.
Entretanto, continuaron instrumentalizando políticamente las diferentes causas judiciales a las que el expresidente se enfrentaba. Lejos de debilitarle, Trump supo aprovechar esta oportunidad ofreciendo una imagen de persecución política que fortaleció su liderazgo ante sus partidarios y le permitió arrasar en el proceso de primarias que acabaría llevándole a la candidatura del Partido Republicano.
Los demócratas, por otra parte, no dejaron de cometer errores. Al apoyo a la candidatura de Joe Biden en las primarias, que ganó con muy poca oposición, le sucedió una retirada abrupta motivada por el desastroso desempeño que tuvo en el debate del 27 de junio. El nombramiento de Kamala Harris como candidata de continuidad tiene pocos precedentes y fue escasamente acorde con la tradición política estadounidense, que espera que el candidato pase por un proceso de primarias, que puede ser especialmente exigente en caso de que el candidato no fuese un presidente sujeto a una posible reelección.
A pesar de su escaso carisma y de un discurso de escaso contenido, pronto se fabricaría una imagen de supuesta luna de miel y se exageró el entusiasmo de la opinión pública con la candidata demócrata. Lo natural con un candidato nombrado de manera tan abrupta hubiese sido bregarla en los medios para que los estadounidenses pudiesen conocer sus posiciones, pero su campaña demoró su exposición pública ante la ciudadanía y acabó generando una imagen de fragilidad e inseguridad.
Incluso en el debate que supuestamente ganó frente al expresidente Donald Trump, se cometieron errores importantes, como evadir cualquier respuesta de contenido que interesase a la ciudadanía más allá de la democracia y el aborto, o mostrar una cierta actitud de suficiencia, que ya se había reprochado a la excandidata Hillary Clinton y que casa muy mal con el votante de los estados clave que tenía que ganar.
La derrota obliga al Partido Demócrata a una importante autocrítica y a la necesidad de recuperar la conexión perdida con su propia sociedad. A los aliados de Estados Unidos les corresponde de nuevo analizar cómo se relacionarán con la potencia norteamericana, y retos no faltan.
El presidente Trump se ha propuesto, de entrada, algunas metas ambiciosas en su política exterior jacksoniana. Una de ellas es poner fin al conflicto de Ucrania a través de un proceso negociador con Rusia, que realmente no hace sino acelerar una tendencia que se iba a producir, en cualquier caso, ganase quien ganase. La segunda es recuperar la paz en el Próximo Oriente. Aunque es complicado pensar en un apoyo más incondicional a Israel que el plantado por Biden y su continuidad es previsible, el gran reto es evitar un conflicto a gran escala con Irán que desestabilice completamente la región. La tercera meta es la de las relaciones con China, donde no se esperan grandes cambios respecto de Biden en la posición enérgica frente a la potencia asiática, al ser uno de los pocos elementos de consenso bipartidista que quedan.
A ciertos países de la Unión Europea, en especial España, les convendría no dejarse llevar por consideraciones fantasiosas sobre una supuesta “autonomía estratégica europea”, improbable por las divisiones internas y por la ausencia de capacidades reconocida por sus propios dirigentes. Decisiones más prácticas, como acelerar la subida del gasto en defensa a nivel nacional, una demanda que sin duda planteará Trump y que resulta acorde a nuestro interés, deberán ser aceleradas como consecuencia de su elección. Una medida que deberá complementarse con una política comercial –a nivel nacional y europeo– basada en la defensa de los intereses propios, en previsión de una política proteccionista más enérgica que la de Biden.
Los aliados de Estados Unidos deberían evitar guiarse por consideraciones apocalípticas. Ya han convivido cuatro años con él y si hay algo que quedó demostrado, es que existe una distancia clara entre la retórica del presidente electo y la sustancia de sus políticas.
Juan Tovar Ruiz, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Burgos
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