La desidia con la que se ha glosado la muerte de José Jiménez Lozano es lo de menos porque, mientras el diablo posmoderno tramaba la deconstrucción de todo, soplaba en los rescoldos de lo políticamente correcto o le reponía la cadera al optimismo antropológico, ahí estuvo aquella –su– literatura que página tras página, como esos centinelas de frontera que vocean el santo y seña en la noche, preservaba los enlaces sacros entre fe, libertad y belleza. Con los años, Jiménez Lozano se creció en su percepción tenebrista de la Historia y, aunque fiel a una lectura temprana de Erasmo y a toda luz de “un resplandor indiscernible”, advertía de tantos siniestros umbrales de la modernidad.
Sus libros seguirán sobresaliendo de entre las aguas enturbiadas, como esos campanarios que se salvan de la inundación.