Todos los sinónimos de “catástrofe” o “desastre” se han agotado para calificar la retirada de Afganistán de las fuerzas de los Estados Unidos, acordada por Donald Trump al final de su presidencia y ejecutada de manera tan humillante e ineficaz por Joe Biden.
Biden, por ser el último, ha sido el que ha apagado la luz, pero la salida de Afganistán estaba incoada con Obama, que marca la inflexión hacia el repliegue de los Estados Unidos de sus responsabilidades globales, y se plasma con Trump que, en mayo de 2020, pacta con los talibanes en Doha el final de la intervención aliada como expresión estratégica del “America first”. El mayor damnificado, sin embargo, es el ejecutor de esos acuerdos -tan sencillos como decirles a los talibanes: “hagan ustedes lo que quieran mientras no se ataque a los Estados Unidos o a sus aliados desde su territorio”-, y lo es no solo por su lamentable aplicación, o por lo que se supone que es otro fallo de los servicios de inteligencia, sino porque Biden aparece seriamente cuestionado en sus capacidades para desempeñar la presidencia en momentos en los que las decisiones se tornan cruciales. Con todo, el cansancio de la sociedad norteamericana, el reblandecimiento de la solidaridad atlántica dentro la OTAN -que sigue necesitada de una reconsideración profunda si es que ello todavía es posible-, la ingente cantidad de recursos y las vidas que la operación afgana han costado, hacen de la retirada una decisión bien recibida por la opinión pública de los Estados Unidos.
Este desenlace en Afganistán abre el periodo terrible de asentamiento del poder talibán sobre la represión, que se desencadenará en toda su crueldad cuando todos los testigos occidentales, soldados, cooperantes, corresponsales, se hayan ido. Las mujeres y las niñas serán las primeras víctimas; lo son ya, y sí, es posible una crisis migratoria. Pero el problema que nos plantea Afganistán no es solo un problema de violencia contra las mujeres o de nuevas presiones migratorias. Afganistán representa un enorme desafío a nuestra seguridad, que no desaparece por mucho que recurramos al placebo autocomplaciente de evacuar a los miles de afganos amenazados por la represión de los talibanes -algo que sin duda hay que hacer- o por mucho que se proclamen manifiestos de apoyo a las mujeres afganas. Por otra parte, en tanto los talibanes existan y ocupen el poder, nada de lo que nos horroriza tendrá solución. Es más, estas expresiones de justificado horror ante lo que se les ha venido encima a las afganas no dejan de ser un reconocimiento de que la intervención aliada, acompañada de un extraordinario esfuerzo en materia de cooperación, mejoró la vida de ese pueblo, abrió espacios de libertad a sus mujeres, señaló un camino de abandono del primitivismo, del rigorismo islámico, de la brutalidad, en suma.
La responsabilidad ahora de los gobiernos occidentales debe ser la de abandonar los reproches y extraer las enseñanzas de lo que ha pasado y, sin duda, va a pasar en Afganistán. Porque las amenazas existen y van a permanecer, agravadas por la muestra de debilidad y desorden occidental. Algunos tal vez se conformen con que sea China a partir de ahora el estabilizador de la zona y con que sea Beijing el que se encargue de que los talibanes no impulsen el terrorismo yihadista. Pero no basta. Tendremos que decidir si hay espacio y voluntad de seguir buscando el acercamiento de países gobernados por la barbarie a niveles mínimos de institucionalidad y respeto a los derechos humanos. Habrá que decidir si cargaremos a futuras operaciones militares con la responsabilidad de promover esa institucionalización o se tratará de destruir las capacidades del enemigo, y al enemigo mismo, sin otros objetivos. Se trata, para empezar, de cuestionarnos si tiene sentido hablar a estas alturas de una defensa occidental como compromiso compartido de seguridad. Todas estas decisiones, y alguna otra, afectan de manera primordial a Europa, que, al debatir su futuro, debería hacer un hueco a la seguridad, un asunto tan estratégico como el cambio climático o la digitalización de la economía. Los signos en este sentido son muy poco alentadores. Pero la realidad es la que es. En Afganistán han vuelto los talibanes; China extiende su influencia; en Irán acaba de acceder a la presidencia un clérigo islámico con crímenes contra la humanidad a sus espaldas; Líbano es un estado fallido sostenido por Teherán; la Turquía autoritaria de Erdogan reclama su lugar al sol; y en Moscú, Putin fortalece su posición al creer confirmada esa nueva narrativa nacional rusa que asegura el declive inevitable de Occidente y de la democracia liberal.