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Un Parlamento cercenado

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La reciente sentencia del Tribunal Constitucional que ha declarado vulnerado el derecho de participación política de los grupos parlamentarios por la decisión adoptada en la Mesa del Congreso el 19 de marzo de 2020 es tan solo una muestra, la última, del injustificable obstruccionismo al que la mayoría gubernamental viene sometiendo el normal funcionamiento del Parlamento, en esta ocasión tomando como excusa la pandemia. El abuso de la mayoría se concretó, en este caso, en la suspensión del cómputo de los plazos parlamentarios de todas las iniciativas en tramitación, una manera de situar en un limbo temporal toda la actividad del Congreso de los Diputados. Pero, visto en perspectiva, el rapapolvo del tribunal viene a corroborar la escasa legitimidad democrática de numerosas decisiones que se han ido sucediendo desde la llegada de Sánchez a la Presidencia del Gobierno.

No es la primera vez que el garante de la Constitución saca los colores a la mayoría ni, muy probablemente, será la última. Lo hizo el pasado mes de julio, en un pronunciamiento sin precedentes, al declarar inconstitucional la declaración del estado de alarma en la medida en la que implicaba la suspensión de derechos fundamentales sin la preceptiva autorización previa por el Congreso de los Diputados, que hubiera requerido la declaración del estado de excepción. Y presumiblemente volverá a hacerlo –según avanzan los medios de comunicación– para estimar también inconstitucional la segunda declaración del estado de alarma que, junto con una confusa y problemática delegación de competencias en las comunidades autónomas, contó con el agravante añadido de eludir el control parlamentario al establecer en su prórroga un plazo de duración de seis meses.

Pero el desprecio al Parlamento viene desde el mismo instante en el que cambió el Gobierno. Nada menos que un centenar de reales decretos ley, un instrumento teóricamente excepcional, han sido aprobados por el Consejo de Ministros desde que lo preside Sánchez, cincuenta y siete en esta legislatura que aún no alcanza su ecuador. También esta práctica ha recibido el reiterado reproche constitucional e, incluso, ha determinado la anulación de diversas disposiciones por la absoluta falta de justificación de su urgente necesidad, la más recordada aquella que permitió por algún tiempo la integración del entonces vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, y del director del gabinete de la Presidencia, Iván Redondo, en la Comisión delegada para Asuntos de Inteligencia, encargada de controlar al CNI.

El procedimiento legislativo ordinario, esto es, el que sigue su completa tramitación en las Cortes Generales, se ha convertido ahora en la excepción. Dejando al margen las leyes orgánicas, que por su propia naturaleza no pueden ser objeto de los reales decretos ley, han sido aprobadas veinticuatro leyes ordinarias desde las últimas elecciones –nueve de ellas procedentes de un previo real decreto ley–, menos de la mitad que la legislación emanada directamente del Ejecutivo. Y por si esto fuera poco, el filibusterismo parlamentario está permitiendo a la mayoría conformada por el PSOE y Podemos en la Mesa del Congreso posponer sin límites la tramitación de numerosos reales decretos ley para los que, tras su convalidación, el Pleno ha decidido su tramitación como ley por el procedimiento de urgencia, lo que impide, en la práctica, la posibilidad de introducir enmienda alguna en los textos; algo que también ocurre en numerosos casos con distintas proposiciones de ley cuya toma en consideración ha sido aprobada por el Pleno. En definitiva, se está hurtando la capacidad de legislar a las Cortes Generales incluso cuando es incuestionable la voluntad mayoritaria de hacerlo.

Hace un par de semanas la imagen de un banco azul desierto en la sesión de control llamó poderosamente la atención de muchos. Era, sin embargo, un leve reflejo del constante menosprecio al que se encuentra tristemente sometido el Parlamento. Para algunos parece que se ha hecho normal que los diputados voten telemáticamente en los Plenos sobre asuntos de los que no se ha celebrado aún su debate, un hecho que refleja el más burdo desprecio hacia el parlamentarismo. La comisión de investigación sobre la gestión de las vacunas del COVID, aprobada por el Pleno del Congreso el pasado marzo y cuyos trabajos debían desarrollarse en seis meses, no ha mantenido aún su primera reunión. La de seguimiento de los acuerdos adoptados en julio de 2020 por la comisión de reconstrucción social y económica, que tanta expectación suscitaron, ni tan siquiera ha llegado a constituirse, posiblemente porque los incumplimientos del Gobierno se cuentan por docenas.El Parlamento languidece con los socialistas en el Gobierno. Atraviesa, sin lugar a dudas, sus horas más bajas desde la Transición. Cuando, con impostado énfasis, se reclama a otros responsabilidad institucional, previamente debería comenzarse por respetar las más elementales reglas de la democracia parlamentaria.